Hay dos episodios que deben tenerse en cuenta antes de abordar lo que está pasando hoy en día en Perú. Primero, las elecciones presidenciales en el Estado Plurinacional de Bolivia de octubre del 2020, en donde Luís Arce Catacora, candidato del Movimiento Al Socialismo, obtuvo una abrumadora victoria en primera vuelta. La misma trepó por encima del 55% de los votos, superando por casi treinta puntos a Carlos Mesa y logrando así el regreso al poder del movimiento encabezado por Evo Morales a un año del golpe de Estado que lo depuso del poder y que colocó allí transicionalmente a la senadora Jeanine Áñez.
En ese escenario, Oscar Laborde, presidente del PARLASUR y presente en el desarrollo de los comicios, describió un escenario impensado una vez conocidos los resultados: “Existía la chance de caos provocado desde el gobierno de facto, pero el impactante triunfo lo impidió”. El comentario quedó diseminado en una victoria electoral contundente y en la participación electoral más alta en más de una década. La violenta realidad que atravesaba Bolivia, que incluyó persecución, forzamiento a renuncia y el propio exilio de dirigentes del MAS, fue procesada y normalizada en el rumbo a una nueva administración que asumió el mando del país con un amplio apoyo popular.
El segundo episodio se da poco tiempo después en los Estados Unidos. Seguidores de Donald Trump, envueltos en consignas que denunciaban una conspiración para robarle la elección presidencial al líder republicano, toman por asalto el Capitolio y desarrollan una escena surrealista, envolviendo los pasillos y oficinas de aquella entidad con pisoteadas, cánticos y banderas con consignas afines al presidente saliente. El 6 de enero del 2021 fue el día en donde un número tan extremista como bizarro sepultó cualquier aspiración de Trump a disputar el resultado electoral que galardonó a Joe Biden en los comicios de noviembre. Esto, claro, si es que no estaban sepultados desde antes.
Lo cierto es que fue el propio presidente quien avivó y fomentó las versiones de que la elección había estado amañada, apelando a su compendio de conspiraciones con las cuales constantemente bendijo a sus más fervorosos seguidores a la hora de cuestionar el resultado final, que había dado 306 votos electorales a Biden (51,3% del voto popular) y 232 a Trump (46,8%). Las acusaciones de Trump jamás pudieron ser probadas y mutaron desde despotricar contra potenciales fugas del voto por correo, a argumentar falsamente que su vicepresidente, Mike Pence, tenía la capacidad de “rechazar los votos electorales electos fraudulentamente”. The Donald apuntaba a la sesión en donde se certificarían los votos del Colegio Electoral, evento encabezado por el mencionado Pence, y el cual fue interrumpido por los mencionados incidentes a manos de seguidores trumpistas. Así, la relación entre Trump y su veep quedó completamente rota. Dos semanas después, Joe Biden asumió la presidencia de los Estados Unidos. Trump, con un nuevo juicio político sobre sus hombros tras el turbulento final de su mandato, fue el primer presidente saliente desde Andrew Johnson en 1869 en no concurrir a la asunción de su sucesor.
Perú, junio del 2021. El escrutinio tras la segunda vuelta entre el dirigente izquierdista Pedro Castillo y la referente conservadora Keiko Fujimori da por ganador al primero mencionado, con una diferencia de poco más de 40.000 votos, lo suficiente para ser proclamado como el nuevo presidente del Perú tras una elección caracterizada por la fragmentación partidaria, la polarización y la ausencia de líderes fuertes. La noticia, sin embargo, no pasa por el factor inédito de un líder de izquierda al mando de Perú, o de cómo administrará un sujeto sin experiencia en cargos públicos (y a quien muchos etiquetan como antisistema) a un país que atraviesa una fuerte crisis política y una pronunciada inestabilidad presidencial. Ante la derrota que confirmó el conteo, la pírrica victoria que sostiene la candidata Fujimori se sostiene en haber desplazado el debate desde cómo gobernará Castillo, hacia aquel en que se basa en sus denuncias sobre un supuesto fraude electoral.
La retórica de Fujimori para sostener sus acusaciones se basa más en la reiteración que en lo fáctico. De hecho, fueron 943 los recursos de nulidad respecto a los resultados electorales que elevó Fuerza Popular, el partido que ella encabeza, y todos fueron rechazados por los 35 jurados electorales especiales asignados para los comicios. Esto se encuentra en sintonía con la misión de la Organización de Estados Americanos (OEA), institución que descartó irregularidades en el proceso electoral, desmarcándose de lo señalado por Keiko.
Si hay algo que sostiene el relato fujimorista en esta instancia es que efectivamente la propia estructura institucional del Perú atraviesa situaciones que permiten que en el discurso de Fuerza Popular la bola de sospechas siga girando. Insólitamente se dio a fin de la última semana la renuncia de uno de los magistrados que integra el Jurado Nacional de Elecciones. Luis Arce Cordova dimitió a su cargo luego de que el propio JNE descartara la existencia de pruebas suficientes para el presunto “fraude en mesa” que denunció Fuerza Popular. A partir de ello, diferentes medios hicieron eco a la posición disidente de Arce Cordova respecto a los tres magistrados restantes que integran el Jurado.
La renuncia de Arce Cordova se daba en pleno proceso electoral, algo impedido por la ley, y que fue fuertemente condenado por la OEA. Esto derivó en que se mute de una renuncia a una “suspensión” del involucrado, y se opte por la designación por parte del Ministerio Público del fiscal supremo Víctor Rodríguez Monteza como su reemplazo en el JNE. ¿Cuál es el problema? El propio Rodríguez Monteza se encargó de aclarar que su asunción “podría dar lugar a cuestionamientos de legitimidad” debido a que el reemplazo de un magistrado sólo está permitido en casos de vacancia, y no de suspensión. Otro potencial obstáculo más, y otro recurso que podría aprovechar Keiko Fujimori para continuar estirando los tiempos de decisiones concluyentes respecto a quién se hará finalmente con la presidencia.
Para sumar un subsuelo más a la batalla legal por el resultado de la segunda vuelta, en las últimas horas se difundieron escuchas telefónicas a Vladimiro Montesinos, mano derecha de Alberto Fujimori, hoy en prisión por, entre otros cargos, tráfico de armas y desaparición forzada. En las mismas, Montesinos conversa con un coronel retirado, Pedro Rejas Tataje, sobre maneras de influir en la decisión final del JNE y favorecer así a Keiko Fujimori. En las escuchas se ve involucrado también Guillermo Sendón, empresario y abogado que vinculan al fujimorismo, y el cuál describe mantener una relación con el mencionado Arce Cordova, como puerta de garantía a que “tres de cuadro miembro del órgano votaran a favor de Fujimori”.
Hechos de tamaña gravedad pueden explicar la suspensión del magistrado y la nueva crisis desatada en el Jurado Nacional de Elecciones, ahora ensombrecido por las posibilidades de que uno de los mayores responsables de los crímenes e ilícitos de la presidencia de Alberto Fujimori haya adulterado el proceso para favorecer a la hija de su antiguo aliado.
¿Qué implicaría una derrota para la candidata Fujimori? Más allá de la obvia postergación de su anhelo de comandar a su país, significaría la tercera derrota en balotaje consecutiva tras las caídas en 2011 y 2016. Esta fue la campaña más devaluada de Fujimori, con un bajo apoyo popular -pero suficiente para trepar a segunda vuelta, en una elección caracterizada por el voto fragmentado- y jugando quizás por última vez la carta de encarnar a la apuesta segura de la derecha y el conservadurismo peruano. Fujimori se sostuvo como candidata con chances en segunda vuelta por una década, en un país donde el último presidente electo, Pedro Kuczynski, ha sido eyectado de la vida política local, su sucesor Martín Vizcarra tiene una inhabilitación de una diez años debido al escándalo del vacunagate a principios de año, y el actual presidente, Francisco Sagasti, vio como su frente, el Partido Morado, apenas juntaba poco más del 2% de los votos en la última elección.
Más aún, Fujimori camina sosteniéndose en la cada vez más delgada soga de sus denuncias de fraude, haciendo equilibrio entre la disputa judicial por las elecciones y otro proceso simultáneo en su día a día y que repercutirá directamente en su suerte de aquí en más: un pedido de 30 años de cárcel por acusación de lavado de dinero en el marco del caso Odebrecht, en dónde dicha constructora brasileña habría aportado dinero de forma ilícita a sus dos campañas presidenciales anteriores.
La lideresa de Fuerza Popular supo atravesar dos instancias de prisión preventiva, la cual podría aparecerse en una tercera etapa debido a un nuevo pedido para su regreso a la cárcel que recientemente fue rechazado por el juez encargado del caso, decisión apelada por el equipo especial de fiscales a cargo de la llamada Operación Lava Jato. ¿En dónde reside la nueva acusación? En que en los vaivenes de la campaña Fujimori mantuvo encuentros con Miguel Torres, un dirigente de su partido e involucrado como testigo en la causa anteriormente descrita. El contacto entre ambos es algo prohibido por el régimen de comparecencia restringida del que goza Keiko desde mayo del 2020. El incumplimiento, de reverse la decisión del juez, puede motivar una nueva estadía suya en prisión.
No se habla sólo del horizonte de Fujimori en las diferentes batallas legales que libra (y ha elegido librar), sino también del corrimiento del eje del debate: está más en boga la capacidad de inventiva de Fuerza Popular de nuevas acusaciones que el cómo se reconstruirá políticamente a un Perú carente de estabilidad política, complementado con la crisis sanitaria que azota a todo un continente.
¿Por qué se trajo a colación el caso boliviano y estadounidense en un principio? Porque ambos contaron con dos anticuerpos de los cuales el escenario peruano aún carece, los cuáles le permitieron a los casos citados el haber establecido una nueva administración y proveerse de una cuota de normalidad tras las inconstancias padecidas. El abrumador apoyo popular con el que contó el Movimiento Al Socialismo, que incluso se sostiene por encima de la figura del propio Luis Arce Catacora, exhibe a un partido fuerte capaz de lograr una cohesión social transversal y que le permite contar con herramientas para la normalización política y social por medio de un gobierno electo democráticamente.
Las acusaciones de Trump, una vez atravesados los procesos de certificación necesarios, fueron descartadas rápidamente por líderes demócratas e incluso por miembros de su propio partido. Su vicepresidente y compañero de fórmula, Pence, jamás tomó en serio la ilícita chance de revertir un resultado electoral confirmado. La fuerte condena colectiva a los hechos ocurridos en el Capitolio significaron un fuerte punto final a las aventuras trumpistas respecto a quedarse en la Casa Blanca cuatros años más, sumándose eso al fuerte respaldo partidario, institucional, electoral e incluso, en otro plano, mediático, con el que contó su sucesor Biden para arribar a su asunción sin sobresaltos y construir, desde las imágenes del extremismo pro-Trump revoleando papeles en las salas del Capitolio, su propio discurso de “superación moral” tras los cuatro años que lo antecedían.
En un Perú sin partidos fuertes y con líderes que si no están en construcción están en decadencia, sabiendo que una mayoría obtenida en segunda vuelta no necesariamente se transparenta en apoyo popular sólido y con un congreso fragmentado y empoderado incluso por sobre la propia figura presidencial, se vive una importación de esta suerte de democracia altercada que había mostrado expresiones de diferente intensidad en Bolivia y en Estados Unidos, y que se desarrolla en el contexto peruano en un terreno fértil para desenvolver prolongadamente en su escala de inestabilidad.
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