Empieza el tercer round del Frente de Todos. La derrota de la coalición en las elecciones legislativas del 2021 habría marcado el hito entre el primer y el segundo round, si la batuta la tenía Alberto Fernández en el primero, como figura conciliadora entre los peleados hermanos peronistas y víctima de una pandemia imprevisible, en el segundo lo toma Cristina Fernández, primero a través de Máximo Kirchner, y luego de su renuncia a comienzos de este año en el marco de la aprobación del nuevo acuerdo con el FMI, lo toma enteramente ella. Alberto Fernández, capaz leyendo a Maquiavelo, recordó que cuando otro príncipe te presta recursos para tu gesta política, primero debes agotar los de él o ella, y luego pasar a agotar los tuyos – y siguió la recomendación, aunque sin la salvaguarda de haber revisado si él mismo poseía recursos propios.
La derrota electoral en las PASO del 2021 encendió las alarmas del kirchnerismo. La Cámpora y Cristina sabían que era su capital político, su base tradicional en el conurbano bonaerense, el que parecía agotarse por los fracasos de la gestión económica de la pandemia del presidente. Alberto Fernández, en cambio, no tiene una base social propia, ni un electorado leal, ni una construcción organizativa; se sostiene, en realidad, a partir de un cuasi-partidismo negativo, el encabezar un rechazo común de ciertos gobernadores, intendentes, sindicalistas y, especialmente, el Movimiento Evita a un retorno al gobierno de Cristina – pero ese también cuasi-liderazgo es precario, solo condicionado por la existencia de una Cristina a la izquierda de la coalición, y por tanto, Fernández no posee más capital político que el ajeno y si acaso, la disposición de una camarilla de tecnócratas (prestados), como Guzmán o Kulfas – un recurso que, en tiempos de incertidumbre económica, supo capitalizar viniéndolos como los poseedores del know-how técnico para resolver la crisis (pero evidentemente sin un know-how político, como se verá adelante). La consecuencia de esta dinámica es que, como señala acá María Esperanza Casullo, siendo el peronismo un partido-máquina históricamente dependiente de la existencia de un liderazgo cohesionador y movilizador (un Perón, un Menem, un Néstor, una Cristina), hoy estamos ante un peronismo más horizontalizado, y ante este vacío de vértice, lo que predomina es caos y estancamiento.
Pronto, Cristina, que aparecía de vez en vez con cartas denunciando “funcionarios que no funcionan“ y debilidades de la gestión, toma un rol más activo con una seguidilla de discursos a lo largo de los últimos tres meses, donde invitaba a “tomar la lapicera“ a Alberto, e incentivando la renuncia de Martín Guzmán, último pilar de lo que podría llamarse albertismo, a la mitad de su más reciente discurso, del 2 de julio en Ensenada – respondiendo este nuevo papel activo y crítico a la necesidad de mostrar las distancias que tiene el sector izquierdo de la coalición respecto al presidente, en aras de rescatar el capital político que Alberto le estaba licuando con sus fracasos. También, en ese último discurso (aunque ya lo vendría haciendo en varios anteriores), cargó contra el Movimiento Evita, llamando a la estatización del manejo y reparto de los planes sociales, denunciando un uso corrupto y político de los movimientos sociales que lo integran para manejar, a través de los punteros, a sus bases.
En esta misma línea, coqueteó con la propuesta de Juan Grabois para un Salario Básico Universal, una propuesta que podría suplantar efectivamente a los planes sociales, y consecuentemente, al estatizar el reparto de las transferencias directas, esta propuesta podría lograr el aparente objetivo de Cristina de restarle poder a los eviteros. La respuesta de esta agrupación fue el anuncio de la próxima creación de un partido político con el cual competir en las PASO, un vehículo electoral que podría darle más autonomía e independencia política a la organización que dirigen Emilio Pérsico y el Chino Navarro. Una apuesta interesante, pero arriesgada, pues la ironía del Movimiento Evita es que aun cuando Pérsico y Navarro son antikirchneristas, sus bases tienen tatuadas en el cuerpo a Cristina.
Con la renuncia de Guzmán se abre un nuevo periodo de incertidumbre, en el cual el nombre de Sergio Massa había empezaba a sonar no para el superministerio, sino para la Jefatura de Gabinete. Massa desmintió afirmando que no habría recibido ningún ofrecimiento. Acá es interesante recalcar que, según la consultora Zubán Córdoba, ante una desaprobación del gobierno por parte del 72,2% de los encuestados, un 71,1% muestra algún nivel de acuerdo con la necesidad de un cambio del gabinete presidencial.
Tras la renuncia de Guzmán, había asumido Silvina Batakis, una economista con experiencia trabajando tanto con Scioli entre 2011 y 2019, y con Wado de Pedro desde 2019, pero cuyo capital político provenía realmente de su histórico trabajo con los gobernadores. Era una nueva cara para llevar adelante la misma línea de políticas que se heredaban de Guzmán. Sin embargo, el problema de fondo detrás de la renuncia de Guzmán, el recambio de Batakis y la llegada de Massa, además de la crisis política, era la presión de la corrida cambiaria que se venía dando desde días antes de la renuncia del primero en el mercado informal. Un dólar blue que se mantuvo aumentando continuamente, activando las alarmas de la economía en tanto se acrecentaba una expectativa de devaluación con el Campo reteniendo las exportaciones, y que solo empezó a calmarse apenas empezaron los rumores de la llegada de Massa.
Cuando la designación queda confirmada, con el beneplácito de Cristina, Massa, a lo Frank Underwood, logró reconfigurar las líneas de poder de la coalición, desplazando definitivamente a Alberto y aparentemente contentando a Cristina. Sin embargo, el problema político persiste de fondo. Si bien la crisis económica es primordial, el verdadero problema dentro del Frente de Todos es la crisis política hacia dentro de la coalición y con epicentro en el gobierno.
“La economía no funciona en un vacío, la economía funciona en un contexto de relaciones de poder. Si la política está desordenada, es mucho más difícil lograr cualquier cosa” dijo, el 11 de abril de este año, Martín Guzmán en esta entrevista en C5N. Cuando Cristina Fernández elije a Alberto como su compañero de fórmula, lo hace con una intencionalidad muy específica, y propio de una coyuntura de la cual reflexiona bastante Álvaro García Linera cuando compara la primera y segunda ola progresista: la ola conservadora, de la que fue parte la llegada de Macri en 2015, habla de una experiencia traumática para la primera ola de gobiernos progresistas, caracterizada por grandes reformas políticas, liderazgos carismáticos, movilizaciones de masa, confrontación y ascenso de las clases subalternas.
Ante nuevas derechas renovadas, reconstituidas alrededor de nuevos proyectos con potenciales hegemónicos, y una clase media creciente, más volátil, donde los otrora beneficiados por los gobiernos populares, ahora tantean nuevas alternativas políticas; la segunda oleada progresista aparece de la mano de líderes necesariamente más tecnocráticos, más moderados, capaces, precisamente, de poder convencer esa creciente masa de clase media que se corre a la derecha, a la vez que busca asegurar la gobernanza ante un mercado más hostil o desconfiada ante la izquierda y ante una oposición más agresiva, en el marco de un contexto de fin del boom de los commodities que vulnera las capacidades de gobierno del progresismo.
Cuando en 2019 aparece en el kirchnerismo la consigna “Sin Cristina no se puede, pero con Cristina no alcanza”, y Cristina propone a Alberto como cabeza de la fórmula, lo que subyace es esta misma lectura de los tiempos políticos. En definitiva, Alberto era el candidato ideal para ganar. Sin embargo, como se trabajó en este otro artículo, las coaliciones pueden asegurar la electorabilidad, pero no hay garantías para la gobernabilidad el día después de la victoria. Y precisamente, este reparto, donde Alberto iba a la presidencia, Cristina al Senado y Massa al Congreso, con la ventaja para Cristina de que a la gobernación de Provincia de Buenos aires entraría Axel Kicillof, encontraría su primer límite a finales de la pandemia.
Específicamente, argumentan Casullo y Andrés Malamud, el primer gesto de ruptura dentro de la coalición aparece cuando a las ruedas de prensa tripartidas con Alberto, Larreta y Kicillof, este último deja de asistir. Una ausencia que es síntoma del creciente descontento de un kirchnerismo respecto a las debilidad de la gestión presidencial. Una particularidad, señalan ellos dos, de la política argentina desde el retorno a la democracia, es que ningún presidente que no tenga bajo su brazo también a la gobernación de Provincia de Buenos Aires ha podido completar su mandato (la salida apresurada de Alfonsín y el helicóptero de De la Rúa actúan de evidencia). ¿Qué sucede con el caso de un presidente que lo tiene dentro de su coalición, pero no bajo su ala?
Aprovechando los conceptos de Discurso Populista y Discurso Tecnocrático desarrollados por Casullo (2019), en este artículo y cumplido el primer año de su gobierno, se habría hecho una diferenciación inicial entre los discursos de Alberto, propiamente un tecnócrata, que sustenta su discurso en la lógica de la moderación, renuente al conflicto, de corte programático, que acude al dato estadístico y científico como fuerza; en contraposición al discurso populista de Cristina, que identifica un nosotros, el pueblo, contra un ellos, los enemigos internos y externos, y moviliza a ese pueblo en confrontación a esos enemigos. En aquel momento, la renuencia de Alberto a proseguir con la expropiación de Vicentín y su habilidad para negociar con el Campo, aún cuando por izquierda surgieron críticas intensas, era evidencia de este otro perfil. Si bien esta diferenciación discursiva y de liderazgo no podría representar inicialmente una fuente de conflicto dentro de la coalición en la medida en que el programa de gobierno acordado entre sus socios continuase sin objeciones, pronto se reveló como superficie de una fractura más intensa.
En este otro artículo, de cara a la derrota electoral en las PASO del 2021, se señaló que lo que empezaba siendo discursivo, revelaba también una diferencia en la visión programática de Cristina y Alberto, que también responde, replanteándolo ahora bajo las conceptualizaciones de García Linera, a que ambos políticos apuntan a bases muy distintas en sus visiones ideológicas: Alberto le habla a la clase media y al sector empresarial, y Cristina a las clases populares y a su base militante. Y cuando surge la fricción definitiva entre La Cámpora con Alberto en el marco de la aprobación del acuerdo del FMI, lo que sigue fue la transmutación de estas diferentes visiones en una discusión sobre cómo ha de ser la política económica del gobierno y a quién debe apuntar. Se dijo acá que mientras Guzmán y Alberto buscaban ordenar la macroeconomía para luego hablar de políticas de redistribución, Cristina apuntaba precisamente a usar las políticas de redistribución para reordenar la economía.
Sin embargo, no basta con tener visiones diferentes de gobierno para producir crisis de este tipo, porque, en última instancia, ninguna coalición en la historia habría podido funcionar. Por ello, y regresando a la cita de Guzmán con la que se abre sección, pero también al ya mencionado reclamo de Máximo sobre si Alberto pareciese estarle cerrando las puertas de la discusión intracoalición al bloque kirchnerista; el problema de fondo es precisamente que la mesa de gobierno de la coalición habría dejado de funcionar hace bastante ya, y, por lo tanto, la coalición estaba fracasando en resolver sus conflictos internos políticamente y a puertas cerradas. Precisamente, siendo una máxima del peronismo el que primero deben agotarse todas las vías orgánicas para expresar el descontento, antes de acudir a la denuncia en público, que Máximo hará renunciado a su cargo y que Cristina haya tenido que soltar la epístola y encarar públicamente a Alberto, solo demuestra que dentro de la coalición la mesa se habría cerrado.
Otra forma de definirlo es apelando a la diferenciación de Política y Pospolítica que hace Mouffe (2011), donde, en la pospolítica, la apelación al fin del conflicto por medio de acuerdos presuntamente racionales, que se sustentan típicamente en esta apelación a una superioridad del conocimiento técnico (presumiendo que el conocimiento técnico carece orientadores políticos), reemplaza a la política. La política, en cambio, evoca a la construcción de identidades y a la toma de posiciones, a la definición de amigos y enemigos, o en términos más democráticos (preferidos por Mouffe), de rivales, reconociendo la inevitabilidad del conflicto, y aspirando a conseguir soluciones que o pueden ser, no idílicamente, violentas, o pueden estar canalizadas institucionalmente, por medio de elecciones y debates parlamentarios. Pero en última instancia, reconoce la imposibilidad de soluciones puramente racionales, donde todas las partes puedan hallar consenso en función de la superioridad de lo técnico.
Si bien el albertismo no es puramente pospolítico, pues hay, diluido, la herencia del discurso político del peronismo, su praxis es pospolítica: le tiene miedo a los posicionamientos políticos, evita el conflicto, aún con el enemigo histórico de su movimiento político, el campo, contra quien no buscó subir retenciones porque no quería dar batallas que ya estaban perdidas en el Congreso. Más propio de la praxis política, y fue la demanda de ciertos sectores peronistas, es haber buscado dar la batalla, perderla, y capitalizar la derrota en la medida en que puede ubicar en enemigos o rivales efectiva y materialmente existente, aquellos que votasen en contra, el fracaso de políticas que podría luego haber afirmado indispensable para evitar la crisis económica que hoy rige. Al final, esta praxis moderada, que lo hizo candidateable, terminó deviniendo en una pasividad inaguantable para un kirchnerismo que pone su capital político en juego con el desempeño de a quien ungió para presidente.
En definitiva, el ascenso de Massa viene a obligar una reconfiguración de la mesa de socios de la coalición y a una redefinición de las reglas de decisión, donde Alberto, cual semipresidencialismo, pierde funciones de gobierno para que la batuta la dirija el que simbólicamente está hoy recibiendo el apoyo, implícito en la medida en que no esté usando su poder de veto para impedirlo, de la socia mayoritaria (Cristina): Sergio Massa. En su discurso de juramentación, Alberto habría diferenciado la categoría de Gobierno de Tecnócratas (para él, el de Macri) del de Científicos (el que proponía sería el suyo), si bien ambos se caracterizarían por contar con figuras que contasen con el know-how técnico de la economía y las políticas sociales, el primero, acusaba, gobernaba a puertas cerradas con el pueblo afuera, mientras que el suyo sería un gobierno de diálogo con el pueblo. La tragedia de Alberto será caer a la sombra de un político, acusado por el resto de su fracción de haberse convertido en lo que prometía no ser: un tecnócrata a la macrista. Cae Alberto, el Tecnócrata, asciende Massa, el Político.
Referencias bibliográficas
Casullo, M. E. (2019). ¿Por qué funciona el Populismo? Siglo Veintiuno Editores.
Mouffe, C. (2011). En Torno a lo Político. Fondo Cultural Económico.
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