En el Perú, el sistema político tal como era concebido hasta poco tiempo atrás se encuentra agonizando. Los motivos del acabose son varios, y cada uno enarbola un nivel claro de contundencia. En primer lugar, la fragmentación partidaria, acentuada tras las elecciones parlamentarias extraordinarias de comienzo de año, conforman un panorama de orfandad de liderazgos políticos, carencia de iniciativas coordinadas y una fortísima crisis de representación que han dejado sin oxígeno al desarrollo de políticas públicas y, más en profundidad, del cimiento del consenso sociopolítico necesario para ejecutar las mismas.
Para tener una idea de la insostenible dispersión de voto que arrojaron las legislativas celebradas en enero, ninguna fuerza logró a nivel nacional superar el 15% de los votos. El podio fue integrado por Acción Popular (10%), Podemos Perú (8%) y el Frente Popular Agrícola del Perú (8%). Movimientos que van desde el centro hasta el conservadurismo evangelista, con concepciones tan distintas e intermitentes que dinamitan, de momento, cualquier apuesta una coalición mayoritaria.
La ausencia de liderazgos concretos es una carencia que pareciera derramarse sobre la clase política peruana directamente desde quien encabeza su jerarquía: la tendencia a presidentes caídos en desgracia, débiles de poder o, simplemente, sin el capital político para continuar su mandato, ha arrojado a cualquier atisbo de estabilidad política directo al abismo. Después de la década fujimorista, todos los presidentes electos de Perú afrontaron procesos judiciales y una sentida caída en su imagen popular, al punto de suspender indefinidamente su vida política: Alejandro Toledo (2001-2006) y Ollanta Humala (2011-2016) atravesaron estadías en la cárcel tras sus períodos en el poder. Un caso extremo es el de Alán García (1985-1990 y 2006-2011) quién se quitó la vida de un disparo en la cabeza, previo a ser detenido, a comienzos del 2019. Con anterioridad había intentado reactivar su suerte en la función pública, sin éxito. En los años recientes, ya debemos categorizar a los mandatarios que ni siquiera lograron sostenerse en el poder durante el período que le correspondía: Pedro Pablo Kuczynski, electo en 2016, tan solo duró un año y ocho meses como mandatario. La posibilidad de ser removido de su cargo a través de una moción vacancia se percibía como inevitable, optando por dimitir. Su sucesor, el vicepresidente primero Martín Vizcarra, fue recientemente removido del cargo, a través del mencionado mecanismo, a ocho meses de terminar su mandato, y tras poco más de dos años y ocho meses al mando del Perú.
La materia prima que compone los procesos penales y el derrumbe de los presidentes peruanos esta principalmente confeccionada de acusaciones y denuncias dentro del caso Odebrecht, constructora de origen brasileño, cuyas maniobras consistían en desvíos de fondos y lavados de activos en son de, mediante la entrega de dinero ilícito a candidatos y funcionarios de todo el arco político, aceitar la concesión de obras públicas y fortalecer relaciones con referentes de la clase política del Perú, en el marco de un procedimiento de influencia e impacto regional.
Si se apuesta a comprender el panorama en su totalidad, a este hecho debemos complementarle el rol del congreso peruano. En el último lustro, dicha entidad se caracterizó por ser fuertemente rechazada a nivel popular, sumar múltiples acusaciones que salpicaron a referentes de diversas fuerzas a lo largo y ancho de la arena legislativa y, principalmente, el hecho de que la gran mayoría congresal colaboró con el cercenamiento prácticamente total del parlamento para con la población a la que deberían representar; el congreso parece haber mutado a un foro compuesto por facciones autogobernadas e irreconciliables entre sí, en constante proceso de crisis e implosiones.
El sálvese quien pueda, los favores debidos y los residuos y mutaciones de los partidos tradicionales consecuentemente empujaron a la opinión popular por fuera de los intereses por los cuales los congresistas han de velar. La fragmentación e inestabilidad política impidió el desarrollo de coaliciones y consensos duraderos, las denuncias de corrupción ensombrecieron el intercambio partidario y los componentes del legislativo comenzaron a limitarse a una única actividad capaz de tejer coordinación entre pares en el congreso: arrojar por la borda al presidente del Perú.
En efecto, comenzó a ser una práctica común el elastizar y convocar a piacere la moción de vacancia que el congreso puede desarrollar en caso de considerar que el presidente se ha subsumido en una incapacidad moral para llevar las riendas. A fines de 2017, Kuczynski afrontó una primera de estas instancias, debido a ser vinculado dentro del caso Odebrecht en el marco de pagos irregulares cuando oficiaba de ministro de la administración Toledo, entre 2001 y 2006. En un marco de baja de su popularidad y resentimiento desde la oposición, el presidente pendía de un hilo, y comenzó a percibirse como inevitable el acudir a quién PPK había derrotado en las elecciones del 2016, ahora devenida en lideresa de la oposición, por medio de su partido Fuerza Popular: Keiko Fujimori, hija del ex presidente Alberto Fujimori.
La red de favores que debió trazar el gobierno peruano para salvar su propia cabeza, tendría efectos irreversibles en la percepción sociopolítica de la administración Kuczynski: en la navidad del 2017, a tan solo un puñado de días de haber evitado la destitución a través de la moción gracias a sostener su suerte en referentes del fujimorismo, el presidente anunció un indulto para Alberto Fujimori, a sus 79 años condenado por violaciones a los derechos humanos durante su gestión, y atravesando en el presente un debilitado cuadro de salud.
Las horas en el poder de PPK, sin embargo, estaban contadas. El indulto minó una enorme parte de su capital político y desnudó la debilidad política de su gobierno. Las protestas por el perdón al condenado dirigente no tardaron en llegar. Diferentes movilizaciones de carácter popular condenaban la decisión y clamaban por el regreso a la cárcel de Fujimori, así como la renuncia del mandatario en funciones. El congreso, talentoso en olfatear el aroma de la agonía gubernamental, apuró una nueva moción de vacancia en marzo de 2018. La muñeca para negociar de Kuczynski se había extinguido: desde la oposición se denunció que el gobierno buscaba comprar congresistas para mantenerse en el poder, la situación se hizo insostenible para la administración y el 23 de marzo de 2018, el dirigente presentó su dimisión. El único motivo que sostuvo su nombre en medios a posteriori, fueron debido a los juicios que se encuentra afrontando, a causa de acusaciones de corrupción.
Su sucesor, el vicepresidente primero Martín Vizcarra, trazó fuertes diferencias con el saliente, principalmente vislumbrando un plan para minimizar el poder de coerción del fujimorismo y refundar el capital político del período presidencial que le tocaba completar. Vizcarra, base militante ni arraigo partidario, comenzó a gozar de una contracara sumamente fructífera en la relación con la opinión pública: Mientras Keiko Fujimori vió descender su imagen positiva a tan solo el 15% (IPSOS) -con un 80% de rechazo- tras verse involucrada en hechos de corrupción, número símil a los manejados por Kuczynski al momento de dimitir, el nuevo presidente logró arribar al casi 50% de aprobación (IPSOS) para fines del 2019, revitalizando la percepción del gobierno desde la ciudadanía, algo impensado en las horas más difíciles del ex presidente.
El primero de octubre de ese mismo año, Vizcarra ejecutó lo que sería la piedra angular de su táctica no solo para completar el mandato de PPK sin obstáculos, sino también de desarrollar su propio capital político: anunció el cierre del congreso y la convocatoria a nuevas elecciones legislativas en tres meses. En diferentes puntos del país, manifestantes autoconvocados celebraron la disolución propuesta por Vizcarra, en una imagen clara del declive inacabable de popularidad que padecía el parlamento peruano. Dicha entidad, atinó a responder a la ofensiva del presidente suspendiéndolo del cargo y juramentando a la siguiente en la línea de sucesión, la vicepresidenta segunda Mercedes Aráoz. Sin embargo, dicha ejecución naufragaría en la nada legal y la mencionada culminaría alejándose de la administración tras su fallida asunción. Otra victoria para la táctica Vizcarra.
El mandatario apostó a barajar y dar de nuevo la arena legislativa en un contexto de caída en decadencia del fujimorismo. Este nuevo plató político podría funcionar de forma más previsible para las elecciones presidenciales del 2021, en dónde él mismo descartó una candidatura presidencial. El augurio sobre el fujimorismo fue, efectivamente, acertado: cosechó poco más del 7%, a nivel nacional, número paupérrimo teniendo en cuenta que cuatro años atrás había llegado al balotaje presidencial, y su suerte se aproximó al abismo de la vida política activa.
Sin embargo, la carencia de estructura partidaria propia, sumado a la ausencia de una plataforma sólida y con nulas perspectivas electorales, desdibujó la potencial capitalización del apoyo popular que las medidas de Vizcarra habían obtenido en los mejores momentos de su gestión. El resultado fue la fragmentación partidaria mencionada al principio del artículo, en dónde con porcentajes de peso pluma repartidos entre fuerzas, el parlamento quedó pintado cual acuarela multicolor, con frentes de todo tipo, tamaño y procedencia.
La novedosa conformación partidaria no impidió que el congreso continuara profundizando sus carencias políticas y su abstracción de las necesidades populares. En efecto, fueron dos las mociones de vacancia que el nuevo congreso presentó, a fin de culminar el ciclo Vizcarra. La primera, que se desarrollo entre mediados de septiembre de este año, tenía como epicentro contrataciones irregulares por parte del Ministerio de Cultura. De los 87 votos necesarios para el desenvolvimiento de la moción, solo se arribaron a 32. La mayoría, en efecto, votó por el No, anulando cualquier posibilidad de destitución.
Pero sorpresivamente, a poco más de un mes de distancia, el apoyo parlamentario que había sostenido a Vizcarra en la primera ocasión, cambió su parecer cuando se abordó acusaciones de pagos irregulares al presidente cuando éste oficiaba de gobernador regional de Moquegua, entre 2011 y 2014. 105 integrantes fueron los que compusieron la mayoría que superó los votos necesarios para establecer la vacancia y dar por concluida la gestión de Vizcarra, a ocho meses de su conclusión.
La medida generó conmoción en Perú: miles de manifestantes expresaron su rechazo al proceso, las protestas colapsaron diferentes puntos del país y el resquebrajamiento del sistema político local ahora es impulsado y capitalizado por un conjunto creciente de la población, que considera a los sucesos de los últimos días como la gota que rebalsó el vaso: claman que el sistema está acabado y que el congreso se ha convertido en una suerte de suprapoder que tejen y destejen las redes políticas peruanas -y el propio rigor democrático- al ritmo de sus propias conveniencias. El enfrentamiento de la opinión popular con la clase política profundiza su agravamiento si tenemos en cuenta que nos encontramos próximos a las elecciones generales de abril del 2021, en dónde ningún candidato pareciera capaz de superar el 20%, dejando la continuación política del Perú en un clima de suspenso e incertidumbre.
Mientras se teclean estas líneas, grupos concentrados desde hace ya días manifestándose en contra del accionar del congreso, dicen rechazar la legitimidad del nuevo presidente, el siguiente en la línea de sucesión -al ser Presidente del Congreso y debido a la ausencia de vicepresidentes- Manuel Merino. El mismo que, en los albores de las mociones contra Vizcarra, dialogó con militares para preguntar si contaba con su apoyo para ejecutar la remoción del presidente.
Más aún comprendemos el ensombrecimiento de la democracia en el Perú durante los días que corren, cuando descubrimos que Merino regresó al congreso hace tan solo ocho meses, tras pasos por el legislativo en diferentes períodos entre el 2001 y 2016, habiendo obtenido 5271 votos en las extraordinarias de enero, compitiendo por Acción Popular en su departamento, Tumbes, un número que ni siquiera le hubiera servido para figurar en los más extremos márgenes de una elección presidencial.
Con un rechazo popular creciendo segundo a segundo, y una imagen positiva del tamaño de una pulga, el flamante mandatario parece ser la mutación más extrema que tiene -por ahora- para ofrecer el devenir del sistema político peruano: De presidentes que culminan su mandato para caer en desgracia, pasamos a sujetos que ni siquiera logran completar su período, a actualmente caer de lleno en una gestión encabezada por un ladero de las prácticas corrompidas del congreso, con manifestaciones que denuncian su ilegitimidad y con socios ultraconservadores y extremistas arribando a su gabinete, como Ántero Flores-Aráoz, nuevo Presidente del Consejo de Ministros, reconocido opositor a los derechos de la comunidad LGTBIQ y a leyes en contra de los feminicidios, y ex candidato a presidente en 2016, en dónde obtuvo apenas más del 0,30% de los votos. Cuatro años más tarde, en uno de los giros más violentos en la historia reciente del Perú, se encuentra como pieza clave de un gobierno que responde al bandolerismo parlamentario, en un país rumbo hacia ningún sitio, compuesto por una población cada vez más movilizada y con mucho que denunciar sobre quiénes dicen ser sus representantes.

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