En algún rincón de Carolina del Sur, hay una ventana con la luz encendida hasta altas horas de la noche. En ella, una mujer en los primeros 60 ultima su café, hace videollamadas con no más de una decena de partidarios, responde las llamadas de un puñado de medios alternativos y fuerza su visión para encontrar su rostro en las noticias del día, siendo para la massmedia no más que una actriz de reparto en una escena que duró milésimas de segundos. Se prepara otro café.
Decir que Jo Jorgensen cambió el destino de estas elecciones sería empoderar a su figura y partido de manera bastante exagerada. Aproximar que su caudal de votos, direccionado para Donald Trump o Joe Biden, pudo haber resuelto el asunto de vencedores vencidos que atravesó su país en la temporaria indefinición de los comicios presidenciales, es un tanto más real. Pero lo mayormente tangible en torno a Jo Jorgensen es que muy probablemente una gigantesca mayoría de las personas tendrán que apelar a Wikipedia y a diversos artículos en idioma inglés para hacerse una idea de quién es, de dónde salió y por qué se le debería dedicar un poco más de tiempo, no necesariamente a su causa -eso irá a piacere ideológico de cada quién- sino a su contexto y lugar.
Jorgensen es la candidata del Partido Libertario en esta eterna elección. Para el ojo genérico del plató político estadounidense, integra el heterogéneo colectivo de third-parties, o sea, terceras opciones partidarias por fuera de la clásica oferta bipartidista, repartida entre republicanos y demócratas. El concepto generalizador de terceros partidos engloba desde partidarios del Estado mínimo y el libre mercado en todas sus formas posibles, hasta adherentes al socialismo, e incluso al propio manifiesto comunista.
En la historia reciente, son pocos los exponentes de una tercera alternativa que alcanzaron notoriedad. El caso más emblemático es el billonario Ross Perot, quien compitió como independiente en 1992 y 1996. En la primera de sus elecciones, alcanzó la sorprendente cifra de casi 20 millones de votos, alcanzando el 19% del voto popular. Sin embargo, no sumó votos electorales a causa de la dispersión de su electorado y nunca corrió con chances serias, durante el conteo, de llegar a la Casa Blanca. Cuatro años más tarde, con un modesto 8%, concluyó sus aventuras electorales.
En julio de 2019, a causa de su fallecimiento a sus 89, Real Clear Politics desempolvó un viejo debate que había rondado en torno a aquella relección fallida de Bush padre y la consecuente victoria de Bill Clinton, titulado We Don’t Know Whether Perot Cost Bush in 1992 (“No sabemos si Perot le costó (la elección) a Bush en 1992”, dando paso a una serie de análisis en torno al desarrollo y comportamiento electoral del electorado estadounidense y como la presencia de un tercer candidato con poder monetario y logístico para instalarse en la agenda e incluso participar de los debates, afectó las chances del dirigente republicano. Más allá del específico caso Perot, la tradición bipartidista estadounidense ha logrado desarrollar sobre las terceras opciones empoderadas una suerte de estigma del spoiler: sujetos conscientes de sus chances de ganar, cuya participación sólo es percibida como una vía de fuga de votos para uno de los principales candidatos, según su orientación política.
Si se tiene el spoiler Perot para con los republicanos, el cineasta Michael Moore en su libro Estúpidos Hombres Blancos describía cómo hasta un largo tiempo después de la elección del 2000 -aquella ensombrecida por el polémico conteo de Florida que concretaría el arribo al poder de George Bush hijo- recibía cartas de simpatizantes demócratas responsabilizándolo por los votos que el candidato Al Gore perdió en manos de Ralph Nader, candidato del Partido Verde, con quien Moore mantiene una longeva amistad. Ubicándose en la izquierda del espectro político, los verdes habían sacado un 2,75% -casi 3M en voto popular- en aquella contienda, un número sumamente valeroso teniendo en cuenta el ignoto 0,7% al que habían arribado cuatro años antes.
Nader jamás tuvo chances reales de ganar esa elección y mucho menos de siquiera peinar los números del mencionado Perot. Moore describe en su libro cómo su candidatura era percibida como una plataforma para contener a los demócratas más progresistas que buscaban denunciar y/o contraponerse a las aristas conservadoras que sostenía, según su óptica, la administración Clinton. No fue esquiva a esa campaña, un agente común en estos casos, una especie de neutralizador patentado por la mencionada tradición bipartidista: El hostigamiento político a las terceras fuerzas, el cual el propio cineasta describió como un constante hormigueo en la consciencia a la hora de convivir con la paradoja de estar apoyando convicciones, pudiendo así facilitar el ingreso al poder de un rival político, al mismo tiempo que realiza un discurso ante decenas de curiosos congregados para ver más allá de la oferta dicotómica.
En las entrañas de la noche electoral, en un pequeño rincón está Jo Jorgensen: con los datos presentes al momento -que le dan un 1,2% de voto popular a nivel nacional, algo más de 1,7M de votos- obtuvo el 1,1% de votos en Pennsylvania, uno de los focos de más ardiente disputa entre Biden y Trump. Los números sorprenden, ya que hablamos de un empate técnico, que culminaría, por escaso porcentaje, dándole el estado al victorioso demócrata: El ex VP superó al presidente por menos de 35.000 votos. Jorgensen, tercera en dicho lugar, obtuvo más de 77.200 voluntades. Un escenario similar se replica en Georgia, donde Biden obtuvo su victoria por tan solo 0,2% encima de DJT, Jorgensen sacó 1,2%. Y podemos continuar posando nuestros ojos sobre Arizona, para ya empezar a configurar un patrón: Joe Biden arriba de Donald Trump por poco más de 20.000 votos, tercera la candidata libertaria con más de 49.000 adhesiones electorales.
¿Trump perdió la elección por la fuga de votos a Jorgensen? Deslizar eso sería caer en una peligrosa y burda simplificación. La pintura de los comicios de Estados Unidos aún está fresca y la cautela demócrata, el pataleo presidencial y el reservado pero firme despegue de agentes del Partido Republicano del propio Trump, son factores que nos obligan a aún esperar prever la evolución del panorama sociopolítico para poder desarrollar conclusiones integrales. Pero podemos empezar a deducir, en un subsuelo de este intercambio sobre tradiciones electorales en el país del norte, que muy pocos en la sala reconocían el nombre de Jo Jorgensen, y que incluso muchos ni siquiera pueden vislumbrar el porcentaje -o incluso la existencia- de la tercera candidata, al contar la mayoría de previsualizaciones del conteo electoral en internet, únicamente con el registro de suertes de Trump y Biden. Siendo más exigentes, de hecho, podemos decirles a aquellos que no posean manejo del idioma inglés, que tendrán una pronunciada cuesta arriba para administrar la información disponible de Jorgensen.
Es entendible que la cobertura general se centre en los dos principales candidatos y que la participación de terceras fuerzas sea material de peso pluma para la devoradora exigencia de ultimátums, largas noches en velas y amenazas (y berrinches) de todo tipo que colmaron el desenvolvimiento de estas elecciones. Cuando el propio presidente acusa fraude y coquetea con no conceder ante el candidato victorioso, el ritmo de las terceras fuerzas siempre queda abandonado en los márgenes de la agenda.
Sin embargo, si se quiere exigir a la hora de comprender los fenómenos silenciados o clandestinos que circulan en esta elección y revisionar el relato que construye de si misma la tradición bipartidaria estadounidense, es menester incorporar a estos factores que pueden oficiarse de puntapié para abordar temáticas que circulan a la hora de contemplar facultades y limitaciones de las plataformas: ¿Por qué Bernie Sanders, un independiente de décadas, decidió adherir al Partido Demócrata cuando se aventuró a buscar la presidencia, allá por el 2015? ¿Por qué el propio Donald Trump, qué había explorado la chance de competir como tercer candidato, a través del Partido de la Reforma en los 2000, se inclinó por las filas republicanas, habiendo zigzagueado entre dicha corriente, el mencionado independentismo y el Partido Demócrata, en sus años previos a su arribo a la política?
Si se quiere ser más punzante, también esto obliga a pensar los escenarios que vienen en ambos frentes y potenciales resquebrajamientos o fugas: Joe Biden encabezará una administración en dónde conviven el centrismo que él representa, junto con un número in-crescendo de referentes de corte progresista, convencidos en modificar un sistema, a nivel educativo y sanitario principalmente, que consideran inequitativo, deficiente y corporativo. Más aún, expanden su óptica para proponer nuevas miradas en torno a inmigración, distribución de la riqueza y medio ambiente. La victoria de Biden no fue la oleada demócrata que se esperaba y mantener a su base cohesionada será una tarea que requerirá la constancia del presidente en la difícil transición de “un candidato necesario para vencer a Trump” a “un presidente popular”.
En el Partido Republicano, por su parte, la incógnita suscita en qué sucederá con el electorado trumpista, desde poblaciones rurales, los conservadores y los desilusionados del sistema de clase media, hasta facciones extremistas y abiertamente xenófobas y ultranacionalistas, a la hora de reincorporarse al juego político como oposición. No solo por el rol que adopten frente a la futura Administración Biden, sino también en su performance intrapartidaria. ¿Tolerará Trump un retiro en la derrota, volverá a la carga en las primarias del 2024, ó aspirará a tomar a su electorado y fundar un movimiento desembarazado de los partidos tradicionales?
Esto permite tejer otra arista para comprender que, amén de la deshonra de perder una reelección, Trump no terminó. Legal y logísticamente puede volver a competir (¿o luchar?) por la presidencia en cuatro años. Más aún, puede apostar a perturbar el desarrollo político del sistema, según la voluntad y capacidad de su electorado más extremista lo permita, sea esto para cuestionar airadamente a su propio partido, a Joe Biden o al propio rigor democrático del país. A los republicanos les tocará analizar si se debe empoderar el discurso de Trump, corrido, aún más, hacia el victimismo y la conspiranoia para así no perder el caudal electoral del magnate, o retirar su apoyo de las filas del presidente saliente, empujarlo al ostracismo del partido y reincorporarse rumbo a las próximas elecciones de medio término con candidatos que considere más acordes a la tradición que venía exponiendo en los tiempos post-Bush a través de las figuras de John McCain, Mitt Romney o, incluso, valga la redundancia, el propio Jeb Bush. Todos ellos, por supuesto, enemistados fuertemente con Trump.
Como fin de esta aventura, no se puede dejar de lado el factor que fortalece y conserva la tradición bipartidista, el cual es el Colegio Electoral. La globalización, el desarrollo internauta y la facilidad de acceso a coberturas de todo tipo, orden y procedencia, permiten que las elecciones estadounidenses sean cada vez más consumidas y analizadas desde distintos puntos del globo. Su aprendizaje comienza a ser más requerido para comprender así su dinamismo y la votación indirecta y el arribo al poder por medio de votos electorales comienzan a dejar de ser un debate de algunos sectores de la política local para tornarse un tópico que es abordado en cada cobertura que toma lugar.
Dicho sistema, permite que la dispersión de votos de un tercer candidato -como fue el caso Perot en el 92’- cercene sus posibilidades de poseer chances serias de llegar al poder, al serle imposible llegar a los benditos 270 votos necesarios para proclamarse ganador. Más aún, teje una jerarquización de estados que enarbola a unos y pospone a otros. Los “asegurados”, sean demócratas o republicanos, corren con un rol reducido en las campañas y los resultados finales arrojan dos décadas en dónde doce de esos años estuvieron encabezados por presidentes que perdieron el voto popular: Bush se posicionó en un 0,5% por debajo de Gore en 2000, no tan significativo como la distancia de dos puntos (casi 3M de votos) entre Trump y Hillary Clinton en 2016.
El presidente vociferando en redes que se detuviera el conteo de los votos fue motivo de preocupación, indignación, humoradas y parodias. Quitándole el factor matemático, se puede remixar lo tecleado por Trump para reposicionarnos nosotros mismos a la hora de contar la elección. Más allá de la urgencia del breaking news electoral, el debate político y subjetivo que requiere el abordaje y comprensión de los límites y silencios de la democracia estadounidense son materia que merece ser explorada en un abordaje del lado B de los comicios, aquellos que minimizan y obstaculizan iniciativas alternativas, excusándose en lo impoluto de la tradición.
Un comentario en “Donde bailan dos, bailan tres: el rol de los third-parties en las elecciones de Estados Unidos”