Cuando en el mundo se clama por la reclusión obligatoria de los mayores de 65 años, integrantes de la población de riesgo en tiempos de pandemia, dos septuagenarios se disputan la nominación de su partido, en una contienda con gran dosis de sudor y lágrimas. También con discursos culminados en balbuceos, gruesas disputas internas, denuncias de irregularidades y hasta conspiraciones de padecimientos cognitivos y físicos, siempre aceitadas por algún aspirante a deep troath deambulando por las profundidades de Twitter.
En las primarias 2020 del Partido Demócrata estadounidense, la dicotomía entre Joe Biden y Bernie Sanders, próxima a llegar a su fin, ha puesto a dos hombres blancos, pertenecientes a la tercera edad y con biografías con muchas más diferencias que acuerdos, a luchar por un único lugar disponible para vencer a lo que ellos identifican como la peor amenaza para los Estados Unidos. Este es, de hecho, uno de los pocos puntos de acuerdo entre estos dos sujetos: La acérrima rivalidad contra todo lo que represente Donald Trump.
Al momento de escribir estas líneas, Joe Biden goza de 1201 delegados y Bernie Sanders, de 896. Estos actores tomarán un protagonismo clave en la Convención Nacional Demócrata, a celebrarse a mediados de julio en Milwaukee. En aquella serie de veladas que componen dicha ceremonia, se anunciarán formalmente los candidatos a presidente y vice por el frente demócrata. Todo indica que el vitoreado en dicha cita será, en efecto, Biden.
El 20 de enero de 2017, Joseph Robinette Biden Jr. culminó su última jornada de trabajo como vicepresidente de los Estados Unidos y se dirigió con su equipo de colaboradores y allegados a un trayecto de algo más de una hora hasta su hogar, en Delaware. De dicho estado fue senador durante más de tres décadas, antes de aceptar la propuesta de Barack Obama, próximo a triunfar en 2008, respecto a ser su compañero de fórmula. Biden aspiró sin éxito a la nominación demócrata en 1988, así como también en dicha contienda, que vió triunfar al primer presidente afroamericano en la historia del país del norte.
Biden de seguro recorrió esas imágenes al abandonar la Casa Blanca y voltear un momento para recordar los buenos tiempos. Ocho años en la administración Obama, y algo de carisma y fidelidad a su líder y amigo, le habían granjeado una base electoral interesante para aspirar, finalmente, a la nominación de cara al 2016. Sin embargo, decidió no participar de dicho escenario. En aquel presente, sobrellevaba el duelo por la muerte de su hijo Beau, víctima de un tumor cerebral en 2015. Por otra parte, el lugar de Hillary Clinton como la primera candidata a la presidencia mujer era casi impoluto. En ese contexto, Joe Biden, ahora como former veep, se tomó el tren. Literalmente. Una unidad ferroviaria lo enlazó con su nuevo-viejo hogar, y todo aparentaba que el retiro era su más próxima realidad. Vendrían cuatro, quizás ocho, años de Hillary en la Casa Blanca, y una pensión suculenta y el poder pasar más tiempo con su familia parecían un sensacional proyecto.
Sin embargo, aún retumbaban en las esquinas de su mente la frase que exclamó en enero de 2016, en una entrevista a la NBC: “Me arrepiento todos los días de no haber competido. Pero era la mejor decisión para mi familia y para mi”.
Hemos masticado las acciones posteriores a aquellos eventos, que nos arrojan a las circunstancias actuales. Hillary ganó la primaria no sin polémica, arraigada a comentarios despectivos sobre su privilegiada posición en el establishment demócrata y sus performances en la campaña electoral – críticas hijas muchas veces de carencias en su carácter, pero también devenidas del fuerte machismo intrínseco a la política estadounidense. En noviembre de 2016, lo inesperado: Triunfo electoral de Donald Trump, fin de la carrera política de Los Clinton y reorganización de la estructura partidaria demócrata, a fin de entender qué pasó y en qué se falló.
El partido se diluyó en intentar menoscabar la figura presidencial trumpista – el coronamiento de ello fue el (fallido) juicio político en contra del presidente – y otra en identificar los nuevos actores que surgían en el frente, ahora, opositor al nuevo líder de la nación. Entremedio, la figura del ex VP como un ente carismático y cohesionador se fue devaluando. Joe Biden, from Obama-Biden lentamente pasaba a ser, fríamente, Biden, el candidato de los moderados. Y esto se debía fuertemente a la radicalización que comenzaba a ejecutarse en el Partido Demócrata, impulsada desde sus filas más progresistas y socialistas, arraigadas al fuerte rechazo a la xenofobia presente en el trumpismo, en sintonía con los reclamos de las corrientes feministas a nivel mundial, especialmente en el caso del #MeToo. A esto se complementaba un fuerte cuestionamiento a la política tradicional del ente demócrata, reclamando la necesidad de priorizar la equidad de oportunidades, acceso a la seguridad social igualitario y el cese del endeudamiento de por vida para quienes querían acceder a una universidad.
Biden fue inevitablemente escaneado por estas rupturas en su partido. A la superficie salieron actitudes del ex vicepresidente que, en la óptica actual, retumban como extrañas y francamente muy incómodas de ver. En algunos meetings y fotos protocolares, él gustaba de charlar e intercambiar comentarios a una proximidad física completamente innecesaria con los participantes. En mayoría de los casos, muchachas de temprana edad. A comienzos de 2019, una serie de denuncias públicas sobre el contacto físico de Biden con allegadas a su equipo político implicaron una disculpa del propio candidato: “Debo ser más consciente de respetar el espacio personal”. El lado creepy de Biden fue uno de los platos fuertes del bravuconeo virtual de Trump, amén de las propias conductas misóginas del magnate.
En otro aspecto, la revisión de posturas históricas desde los nuevos ejes que surgían en el partido no fue esquiva al ex vicepresidente. Puntualmente, el apoyo de Biden a la invasión a Irak cuando éste era senador. Símbolo de los tiempos de George W. Bush y Dick Cheney ejecutando el terror y la amenaza externa como canal para la domesticación local y la ejecución de crímenes de guerra, Biden nunca logró desmarcarse del todo de dicho posicionamiento. A casi dos décadas del 9/11, a comienzos de marzo el propio candidato fue increpado en pleno meeting de campaña por dos veteranos, que cara a cara le cuestionaron: “¿Por qué deberíamos votar por un candidato que apoyó a una guerra que mató a miles de hermanos y hermanas, y a población civil iraquí? Señor, hay sangre en sus manos. Mis amigos están muertos”.
Parte de este revisionismo brota de la campaña para presidente de Bernie Sanders en 2016, un punto de inflexión en la historia reciente del Partido Demócrata y una resignificación de la percepción política de las bases más jóvenes de la corriente. Bernard Sanders nació en Brooklyn en 1941 y a fines de los 60’ se localizó definitivamente en Vermont. Atravesó su adolescencia y adultez circulando en grupos pacifistas, anti-bélicos, anti-Guerra de Vietnam y de ratones de bibliotecas, participando de tertulias literarias en donde se debatía desde los textos de Karl Marx hasta emitir ó no un panfleto opinando sobre la revolución sandinista.
Más activo a nivel comunidad que en una estricta rama universitaria ó tradicionalmente partidaria, se estableció como un activista abocado a conglomerar los desprendimientos de tendencia socialista del Partido Demócrata. Así pasó a formar parte del Liberty Union Party, compitiendo bajo ese sello en 1972 y 1974 a por una banca en el Senado, quedando bastante lejos de obtenerla. Posteriormente, entre los 70’ y los 80’, Sanders vió caer a Richard Nixon y ascender a Jimmy Carter mientras buscaba hacerse con la gobernación de Vermont, nuevamente quedando relegado por demócratas y republicanos. Finalmente, fue 1981, en pleno génesis de la administración Reagan, el año en que fue electo alcalde de Burlington. Ese cargo lo logró solo diez votos de diferencia por sobre su más próximo competidor. Posteriormente, en los 90’, logró una banca en la Cámara de Representantes, y desde 2007 oficia como Senador del Estado de Vermont.
Su nombre aparecería como un trending topic permanente en la política estadounidense cuando ejecutó su campaña presidencial del 16’, cuestionando férreamente al establishment de su partido, al conservadurismo disimulado de la maquinaria demócrata y a la inequidad que diferentes políticos integrantes de sus filas no solo habilitaban como cómplices, sino también como garantes. Los negociados privados, los conflictos de intereses y otros agentes que, presentes en las concepciones demócratas actuales, obstaculizaban una redistribución de la riqueza equitativa, fueron denunciados ferozmente por Sanders en campaña. Los cuestionamientos de su longeva edad para un cargo de tamaña presión, al borde de cumplir los 75 en pleno rally, y las dudas sobre su inexperiencia política, eran dardos que buscaban herir la reputación de una de las revelaciones políticas más intensas en las últimas décadas.
Pero a Sanders también lo perseguía algo más profundo al deterioro de la vejez y su ostracismo político hasta años recientes. Y eran su historial ideológico a la luz del votante promedio estadounidense. Una luna de miel en la Unión Soviética y publicaciones en la prensa de su afinidad con las revoluciones en Centroamérica durante los 80’ – las cuales cargaban con un fuerte mensaje anti-Estados Unidos – comenzaron a hacer transpirar a los jefes de su propio partido, frente a un electorado en gran parte alérgico al socialismo, y con un Trump estimulador del patriotismo más extremo (y a veces, burdo) en sus bases. El debate no era solo etario ó en base a currículums. Era si Sanders era ideológicamente viable para competir por la presidencia “del mundo libre”.
Acusaciones de que la maquinaria demócrata aceitó la campaña de Hillary para articular su victoria se hicieron escuchar en los cuarteles sanderistas. Con la experiencia 2016 concluida, algunas frases, sin embargo, se repiten cuatro años después. Las actuales Primarias Demócratas identificaron a un Sanders envalentonado en las primeras paradas, configurando como posible el hecho de que lograra llegar a la candidatura. Biden, por su lado, se estrelló en el debut en Iowa y pasó gran parte de la primera fase de los comicios como colista de los principales competidores, dibujando una verdadera tragedia para quien aspiraba a un triunfo cómodo algún tiempo atrás.
A la disputa Sanders-Biden, revolución vs. establishment, ruptura vs. moderación, innovación vs. tradición -los títulos son varios, y cada quien elegirá el suyo según su posición – se habían agregado otros actores cuyo peso iría creciendo a lo largo de la campaña. De los golpes que padeció Biden en su pésimo inicio, florecieron dos candidatos que podrían canalizar los votos moderados: El joven aspirante Pete Buttigieg y el multimillonario Michael Bloomberg. Sanders, en la rama progresista, ya no piloteaba solo al activismo de dicho escenario. Elizabeth Warren y, en significativa menor medida, Amy Klobuchar y Tulsi Gabbard, aparecían como alternativas para quienes buscaban algo diferente al senador. Y aquí puede que esté la ruptura definitiva para arribar al final de esta historia.
En una elección en donde el voto popular puede tranquilamente pasar a estar opacado por la necesidad de adquirir delegados para la convención, el rosqueo político y el mercado de endorsements puede salvar una candidatura. El arco moderado del partido comprendió eso y comenzó a diagramar su propia coalición interna. Apenas Biden logró recobrar algo de terreno a medida que transcurrían la etapa primaria, Buttigieg, Bloomberg, Klobuchar y Gabbard cancelaron sus candidaturas cual efecto dominó, y reposaron sus apoyos a los pies de la campaña Biden. Palabras como unidad de la nación y together vitoreaban al ex vicepresidente como el hombre necesario para cohesionar a su partido y sanear a los Estados Unidos del peligro Trump.
La cohesión que logró la maquinaria Biden le fue altamente esquiva a Sanders. Se esperó el apoyo de Warren una vez que ésta canceló su campaña, pero las rispideces entre ella y el Senador por Vermont, acrecentadas durante la última contienda electoral, habían roto algo indefectible entre ambos bandos. De hecho, en vísperas de bajarse de su candidatura, Warren había exclamado que Sanders le deslizó en una conversación privada en 2018 que no veía posible que una mujer ganase la presidencia. Una coalición entre ambos para hacerle frente al Team Biden fue tornándose cada vez más imposible.
Quedará pendiente reflexionar si Bernie Sanders se mantiene, a la fecha, firme en su posicionamiento de no abandonar la contienda por convicción política genuina o por la resignación a abandonar el dogma que construyó en tiempo récord. Es también tema de debate cuánto daño pueden hacerle los activistas de Bernie al propio partido. Los mismos se muestran desencantados con éste, acusando a sus jefes de favorecer a Biden, obstaculizar la campaña de Bernie, configurar una plutocracia y, como punto final, admitiendo a viva voz que no votarían por Joe Biden en los comicios de noviembre.
A fin de cuentas, Joe Biden, que cumplirá 78 en noviembre, y Bernie Sanders, 79 para septiembre, contemplan el mayor desafío de sus carreras tocando el techo de la expectativa de edad en los Estados Unidos. De ponernos algo poéticos, bien podría verse a dos hombres luchando entre sí, con la firmeza de resignarse a estar transitando las páginas finales de su propia biografía.
Un comentario en “Viejos Vinagres”