La guerra comercial entre Estados Unidos y la República Popular China, iniciada formalmente en 2018 bajo la presidencia de Donald Trump, nunca fue simplemente una disputa coyuntural. Tal como se dijo en 2019, se trataba de un conflicto estructural, enmarcado en la competencia por la hegemonía global en un sistema internacional anárquico. Hoy, en abril de 2025, con Trump nuevamente en la Casa Blanca, ese enfrentamiento se ha intensificado con renovada fuerza.

Durante los primeros meses de este segundo mandato, Trump ha retomado con firmeza su agenda económica nacionalista. La semana pasada, la administración estadounidense anunció una nueva ronda de aranceles a productos electrónicos, baterías y vehículos eléctricos provenientes de China, con tarifas que alcanzan hasta el 60% en algunos rubros. Según el presidente, esta medida busca «proteger los empleos estadounidenses, combatir el robo de propiedad intelectual y reducir el déficit comercial con el gigante asiático».

El 11 de abril, en una nueva escalada, Trump anunció que algunos productos chinos —especialmente aquellos vinculados a la producción de tecnología y precursores de fentanilo— enfrentarán aranceles combinados que alcanzan hasta el 145%. La medida fue presentada como respuesta a la creciente competencia tecnológica china. Esta decisión generó fuertes críticas desde Pekín.

La respuesta de China no se hizo esperar. El gobierno de Xi Jinping denunció las nuevas medidas ante la OMC, acusando a Estados Unidos de violar los principios del comercio multilateral. Al mismo tiempo, Pekín anunció represalias selectivas, incluyendo aranceles a exportaciones agrícolas clave para los estados del cinturón industrial norteamericano, así como restricciones a empresas tecnológicas estadounidenses que operan en territorio chino. Además, el 13 de abril, China elevó sus propios aranceles a un máximo del 125% para una serie de bienes estratégicos estadounidenses, aunque aclaró que «no busca una escalada prolongada».

Esta dinámica no es nueva. En el año 2019 se señalaba que el accionar del gobierno estadounidense, lejos de ser una ocurrencia individual de Trump, era parte de un plan estratégico con respaldo institucional, amparado en herramientas como la Sección 301 de la Ley de Comercio de 1974. Dicha normativa permite al Ejecutivo imponer sanciones a países que incurran en prácticas comerciales «injustificables». Aquella política se presentó entonces como una cruzada por el «futuro económico y tecnológico de EE.UU.», y sigue operando bajo la misma lógica en 2025.

La óptica china de la guerra comercial

Desde la óptica china, el conflicto tiene también una dimensión simbólica y civilizatoria. Tal como se argumentaba hace seis años, la visión estratégica de China se enraíza en tradiciones filosóficas propias, como el sistema Tianxia propuesto por Zhao Tingyang. En esa concepción, el orden mundial no se construye con base en alianzas racionales entre iguales, sino a partir de jerarquías morales y relaciones de tipo familiar. Por ello, las acciones norteamericanas no solo representan una amenaza comercial, sino una afrenta al prestigio y soberanía nacional de China.

Esta narrativa interna ha sido clave para movilizar el orgullo nacional chino y justificar internamente las medidas de resistencia prolongada. Desde 2018 hasta hoy, Pekín ha buscado demostrar que no cederá ante presiones externas, y ha invertido masivamente en desarrollo de tecnologías propias, autosuficiencia industrial y expansión de sus mercados alternativos, especialmente en el Sudeste Asiático, África y América Latina.

Las consecuencias de los aranceles de Trump

Mientras tanto, los efectos en la economía global no se han hecho esperar. Las principales bolsas del mundo registraron caídas tras los anuncios cruzados de Washington y Pekín. Empresas multinacionales, especialmente en los sectores automotriz y tecnológico, ya reportan retrasos logísticos y aumentos de costos en sus cadenas de suministro.

Además, analistas internacionales advierten que esta nueva fase de la guerra comercial podría marcar un punto de inflexión en el orden económico global. Una prolongada disputa entre las dos principales economías del mundo puede forzar a terceros países a tomar partido, reconfigurando alianzas y trayectorias de desarrollo. En particular, los países del sudeste asiático —miembros de ASEAN— enfrentan crecientes presiones para alinearse económica y tecnológicamente con una u otra potencia.

A su vez, Rusia ha fortalecido su cooperación con China en diversos frentes, viendo en este conflicto una oportunidad para debilitar la hegemonía estadounidense. En un contexto de sanciones occidentales por la guerra en Ucrania, Moscú ha aumentado su dependencia comercial y financiera con Pekín, consolidando un bloque eurasiático que desafía abiertamente el liderazgo de Occidente.

El retorno de Donald Trump a la presidencia no hizo, sino, confirmar lo que ya se había anticipado: que la guerra comercial con China no era un episodio pasajero, sino una manifestación de la transformación en curso del sistema internacional. A medida que las tensiones escalan, las consecuencias económicas, políticas y estratégicas de este enfrentamiento se vuelven cada vez más profundas y duraderas.

En 2019 se dijo que esta guerra comercial era en realidad una disputa por el orden mundial, donde el poder material, la autonomía tecnológica y el relato ideológico estaban en juego. Hoy, seis años después, los hechos lo confirman. Y todo indica que los desafíos aún no han sido superados.

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