“No fue así” fueron las primeras palabras que salieron de la boca de mi mamá, cortando los minutos de silencio que abrazaron nuestra salida del cine luego de ver “Argentina, 1985”.
“¿Dónde está la gente llena de sangre en las venas, que no podía tener el rostro quieto al defender sus convicciones?¿Dónde quedaron los gritos y chicanas que plagaban la sala de manera constante?¿Y las calles repletas de personas movilizadas? Esta película no refleja la Argentina de 1985” dijo mi papá.
Al llegar a casa, conversamos alrededor de una taza de café sobre (algunas) de las razones por las que el film les provocó tal reacción: las decisiones artísticas del director, el exceso de diálogo del guión -muy “a Ezeiza a buscar a Lalo” por momentos- y de la omnisciente presencia de Amazon como productora principal del film.
Sin embargo, creo que la raíz de la incomodidad se encuentra en otro lugar, uno mucho más macro y holístico: la representación. “Argentina, 1985” tiene como centro gravitacional de toda su narrativa la necesidad de representación: de darle nombre y rostro a los desaparecidos (la irrepresentación por excelencia, un sujeto ni vivo ni muerto, impensable); volver a la cúpula militar el rostro de un plan sistemático de exterminio y genocidio; y de reinstaurar la democracia representativa en un Estado crónicamente susceptible al autoritarismo.
Y aquí el key de la cuestión: el problema de la representación es un debate abierto de la historia de la democracia. Desde el abandono de la democracia directa de los atenienses, la problemática sobre cómo transferir las necesidades, demandas y aspiraciones de todos a unos pocos que puedan responder por ellas ha sido tratada a nivel axiológico, crítico e incluso operativo. Las transiciones del parlamentarismo a la democracia de partidos han alcanzado a nuestros tiempos actuales, donde se proponen y abren oportunidades donde la ciudadanía pueda presentarse sin intermediarios en espacios de decisión política, lo que en Ciencia Política se conoce como el tipo ideal “democracia de audiencias”. En definitiva, la solución actual al problema de la representación es hacer desaparecer la representación lo más posible.
Pero el problema de qué y cómo pedirle a la democracia no se circunscribe a ella, sino que se expande hacia los más alejados confines, incluso al arte. Recientemente dos mujeres jóvenes de la coalición Just Stop Oil arrojaron sopa de tomate Heinz sobre la pintura “Girasoles” de Vincent de Van Gogh, en la Galería Nacional de Londres (1). Más allá de si el ataque fue o no una treta financiada por empresas de hidrocarburos para desprestigiar a los ecologistas (eso se lo dejo a quien quiera discutirlo) (2), el hecho provocó reacciones mixtas.
La socióloga, escritora y guionista Natalia Moret escribió en su cuenta de Twitter (3) al respecto:
¿Qué nos horroriza, como seres humanos? A nosotros, el tomate sobre el lienzo; a ellos, el petróleo sobre océanos y animales. Si estamos de acuerdo en que el arte es la representación de la vida, ¿por qué no nos horroriza que se destruya la vida, pero sí su representación?
Y al leerlo algo me hizo click: ¿desde cuándo le pedimos al arte que sea una representación de la vida? Definitivamente es una concepción muy nueva. Las esculturas griegas antiguas no son representaciones de personas de la época, sino expresiones de figuras perfectas provenientes del mundo de las ideas. Las pinturas renacentistas de escenas bíblicas no son representaciones de ellas, sino escenarios donde los pudientes mecenas pagaban para que los dibujasen al lado del hijo de Dios. Incluso las películas del cine mudo de Hollywood eran salvajes y creativas secuencias propias de la fantasía, no la vida en cinta.
Si tuviera que elegir un hito de la historia del arte occidental para describir este salto al “arte como representación de la vida”, escogería a la película de 1951 dirigida por Elia Kazan “Un tranvía llamado deseo”. Citando a Linda Costanzo Cahir en su artículo “The Artful Rerouting of A Streetcar Named Desire” (5) “los críticos y las audiencias del momento sabían que eran testigos privilegiados de un giro en la representación del comportamiento humano”. Como describe en profundidad el canal de Youtube Be Kind Rewind en su video Vivien Leigh and the Adaptation of ‘A Streetcar Named Desire’ | 1952 (4), 2 técnicas de actuación se enfrentaban en la obra: la actuación clásica -interpretada por Vivien Leigh-, que permite dejar a la realidad a cierta distancia, para que las ilusiones sustenten la autopreservación; y la hoy infame “actuación de método” -popularizada por Marlon Brando-, que se aferra a la realidad para proteger su dominio. Previo al estreno del film una buena actuación era la que se mostraba más pulida y trabajada; luego del éxito de “Un tranvía llamado deseo”, una gran interpretación es la que muestra a una persona más que un personaje ficticio. En definitiva, hablamos de 2 posturas del arte frente a la vida: la primera asume, la segunda se subsume.
Bajo este nuevo paradigma se permiten nuevos debates, como lo son las identity politics y la problemática de la autenticidad. Las primeras hablan de la capacidad de los medios de comunicación, las artes y la industria del entretenimiento de reflejar las identidades de grupos sociales históricamente excluidos, como la comunidad negra, la LGBTIQ+, la discapacitada, la gorda, etc. Estas han experimentado desafíos similares a los de los cuerpos de representación política, puesto que poner personas pertenecientes a esos grupos por delante y detrás de las pantallas ha demostrado ser condición necesaria pero no suficiente. La segunda, la problemática de la autenticidad, se ha puesto muy en boga en los círculos de críticos de arte y las comunidades online. Aunque es un término muy polisémico, en general se la considera un valor a sostener o alcanzar, que aboga y aglomera las ideas de “verdad”, “realidad” y “agencia” en un mundo que tiende a la estandarización, reproducción en masa y las constricciones estructurales. Esto no significa que la “autenticidad” sea nueva (Theodor Adorno, Jean Paul Sartre, Sócrates y la mara en coche la han tomado como objeto de estudio), sin embargo, en estos tiempos pone al descubierto las tensiones entre el anhelo de disruptividad y esta “realidad” que exige que todo se subsuma a ella; incluso lo que podría evadirla, como lo es el arte.
Todo esto no significa que la crítica no sea posible, sólo busca darle una nueva perspectiva al marco. Ningún juicio puede hacerse sin parámetro, pero sobre todo, ningún juicio puede hacerse sin preguntas: ¿Qué esperamos de?¿Qué le pedimos?¿Bajo qué condiciones y con qué pretensiones? De este lado del mundo, le pedimos a la democracia que represente a la gente; y al arte que represente a la vida; en medio de un discurso donde la noción de realidad está siendo cuestionada desde todos los frentes.
Si les gustaría que la próxima edición tratase de qué le pide oriente al arte, mándenle un correo o mensajito a Poli. Si no, escribiré sobre lo que la conexión neuronal del mes me permita. Nos vemos leemos prontito en la primera semana de noviembre, que volvemos al calendario regular.
¡Buen resto de octubre! Su servidora, Lara Tzvir.
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Argentina:
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Un comentario en “#PopPurrí Nº18 – No fue así: ¿qué le pedimos al arte?”