Argentina 1985 y el fenómeno de representación (o ¿qué le pedimos al arte?)

Es innegable que la película “Argentina, 1985”, dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín, Peter Lanzani y Alejandra Flechner, ha sido recibida favorablemente por la crítica y el público en general. El film fue estrenado el 3 de septiembre durante la 79.ª edición del Festival Internacional de Cine de Venecia, donde ganó el premio FIPRESCI de la crítica internacional a la mejor película. Desde entonces, obtuvo numerosos reconocimientos en instancias como el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, los Premios Globos de Oro y Premios Goya; y se encuentra nominada en la categoría mejor película internacional en la 95ª edición de los Premios Óscar. En paralelo, a pesar de su estreno limitado en salas, logró convertirse en un fenómeno popular al ser el largometraje local con más espectadores desde el inicio de la pandemia de Covid-19.

Sin embargo, la misma no ha sido inmune a las críticas negativas. Elsa Fernández-Santos afirmó en su reseña para del diario El País que la obra “apela a los clichés del cine de juicios de Hollywood”. Branko Milanovic, en un post de Letras Libres, afirmó “(El film) está lleno de clichés y evita las preguntas importantes”. Incluso algunos internautas han mostrado su desdén, publicando tweets que versan “chicos a mi me van a disculpar pero Argentina 1985 parece el juicio a los milicos según cris morena, me preocupa un poco”.

Y estas reacciones reticentes no se concentran exclusivamente en el plano de lo estilístico. Algunas de ellas son contestatarias, como la de Luis Martínez de El Mundo, que escribió “El pasado no existe. […] Digamos que es su carácter casi utilitario de herramienta para el bien común lo que hace que la película se mantenga en pie”. Otras son más contemplativas, como la del crítico de cine Juan Pablo Cinelli, quien destacó las complejidades del fenómeno al desarrollar “(qué) porque aunque se trata de una ficción basada en hechos reales, su visión ha sido necesariamente recortada y manipulada para cumplir de la mejor forma con sus fines dramáticos, y será difícil para muchos hacerle esa concesión”; o la de la historiadora Marianela Scocco, que profundizó en su nota Argentina, 1985. (Otra) reflexión sobre sus ausencias sobre las decisiones de edición y recorte de guión, que dejaron afuera a movimientos y figuras claves de la lucha por la democracia.

Pese a su distinto carácter, todas estas apreciaciones comparten un mismo destinatario: el objetivo de la película. Erick Estrada de Cinegarage lo resume de la siguiente manera: “El objetivo de Argentina 1985 es claro. Procesar, reconocer, reentender, replantear a través de la representación cinematográfica un momento más que doloroso en la historia de ese país”. Este fin es indesligable del concepto de representación, que actúa como el centro gravitacional de la(s) narrativa(s) de la obra. El mismo se hace presente en varias intenciones expresas a lo largo de diferentes escenas: volver a la cúpula militar el rostro de un plan sistemático de exterminio y genocidio; de darle nombre y rostro a los desaparecidos (lo-irrepresentable por excelencia, un sujeto ni vivo ni muerto, impensable) y de reinstaurar la democracia representativa en un Estado crónicamente susceptible al autoritarismo.

Y aquí se revelan los 2 principales desafíos de la pieza. El primero se vincula al dilema sobre cómo abordar la cuestión de la representación, siendo esta un debate abierto de la historia de la democracia. El segundo, acordar o subvertir la noción de que el arte debe ser una representación de la vida.

Democracia y representación

Con el abandono del modelo de democracia directa propia de los antiguos atenienses, surgió la problemática de cómo transferir las necesidades, demandas y aspiraciones de todos a unos pocos que puedan responder por ellas. Ella ha sido abordada  a nivel axiológico, crítico e incluso operativo, siendo el filósofo francés Bernard Manin uno de sus mayores exponentes. En su libro “Los Principios del Gobierno Representativo”, un clásico de la Ciencia Política, sostiene que el gobierno representativo ha mantenido 4 principios desde el Siglo XVIII hasta nuestros días: la elección periódica de los gobernantes, su autonomía relativa para tomar decisiones, la libertad de opinión pública y los juicios por discusión. A su vez, elabora que las diferentes formas en las que se han expresado estos principios dan lugar a diferentes tipos ideales de democracia, que se han sucedido a lo largo del tiempo: estos son el parlamentarismo, la democracia de partidos y la democracia de audiencias.

El parlamentarismo, que puede ejemplificarse en el modelo político de la Inglaterra de 1870, es caracterizado por una concepción restringida de ciudadano y un sistema de votación por circunscripción territorial: lo que unía a representante y representados era provenir del mismo espacio geográfico. Aunque la confianza en las conexiones locales que pudiera crear el candidato era indispensable, en este arquetipo el representante no vota en consonancia a lo proclamado por fuera del cuerpo, sino de acuerdo a sus propias convicciones privadas.

Con la diversificación y ampliación de portadores de derechos políticos, la cantidad de electores creció exponencialmente y el viejo modelo de representación entró en crisis. La posibilidad de conocer personalmente a los representantes se volvió casi nula, por lo que surgieron los partidos de masas como representantes de la opinión electoral. Es así que  tomó especial importancia la esfera de la opinión pública como espacio político: las divisiones de opiniones tenían su contraparte paralela en las divisiones electorales. En palabras del docente de la Universidad Complutense de Madrid Antón R. Castromil, “El voto no era una opción sino una cuestión de identidad y de destino social. Cada votante tenía “su” partido. Las comunidades estaban unidas por poderosos lazos de identificación y la representación política se entendía como un reflejo de la estructura social”. Bajo este modelo, el representante vota acorde a lo decidido por el partido, no sus propias creencias.

El autor francés propone que actualmente nos encontramos en un modelo de democracia de audiencias: El electorado puede comunicarse con los representantes sin mediación del partido, y estos tienen más independencia relativa que nunca de sus espacios institucionales. A pesar de que se mantienen estructuras elitistas que dividen a las masas de las figuras políticas, cada vez hay más propuestas donde la ciudadanía puede presentarse sin intermediarios en espacios de decisión política, como las asambleas públicas o los referendos. Incluso las estructuras institucionales de los gobiernos se ven transformadas, por ejemplo, al delegar cada vez más competencias a los organismos subnacionales o al instaurar nuevos paradigmas de burocracia como la Nueva Gestión Pública, que involucra a actores privados y del tercer sector en la toma de decisiones decisiones y gestión pública. 

Es así que aunque cada crisis de representación trae consigo un modelo nuevo de democracia; ninguno logra subsanar las dificultades que trae consigo implementar una forma de gobierno que fue concebida para la participación directa. Por el contrario, parece que la solución actual al problema de la representación es hacer desaparecer la representación lo más posible.

Arte y representación

Pero el problema de qué y cómo pedirle a la democracia no se circunscribe a ella, sino que se expande hacia los más alejados confines, incluso al arte. Hace unos meses dos mujeres jóvenes de la coalición Just Stop Oil arrojaron sopa de tomate Heinz sobre la pintura “Girasoles” de Vincent de Van Gogh, en la Galería Nacional de Londres. Más allá de si el ataque fue o no una treta financiada por empresas de hidrocarburos para desprestigiar a los ecologistas, el hecho provocó reacciones mixtas.

Al respecto, la socióloga, escritora y guionista Natalia Moret escribió en su cuenta de Twitter:

¿Qué nos horroriza, como seres humanos? A nosotros, el tomate sobre el lienzo; a ellos, el petróleo sobre océanos y animales. Si estamos de acuerdo en que el arte es la representación de la vida, ¿por qué no nos horroriza que se destruya la vida, pero sí su representación?

Y sus preguntas dejaron al descubierto uno de los supuestos que cruzan a muchos de los actuales debates respecto de la (falta de) “función” del arte: la contemporánea noción de éste como representación de la vida. En la Grecia Antigua las esculturas no buscaban representar a las personas de la época, sino que eran expresiones de figuras perfectas provenientes del mundo de las ideas. Las escenas bíblicas de las pinturas renacentistas no buscan ser fieles representaciones, sino piezas de vanidad donde los pudientes mecenas podían ser pintados al lado del Hijo de Dios, acercándose a él por encima de los demás mortales. Las primeras cintas del cine mudo de Hollywood eran salvajes y creativas secuencias propias de la fantasía, que buscaban hacer parecer posible lo imposible mediante trucos visuales y técnicas de edición. El arte tomó una dual función pedagógica y propagandística entre los años 20’ y 50’, especialmente en los territorios afectados directamente por las Guerras Mundiales, donde debía educar a grandes masas de población analfabeta en prácticas de higiene, cuidado y patriotismo. En definitiva, la idea de que el arte tiene como finalidad última la representación de la vida es extremadamente joven.

Un hito crucial en el establecimiento del arte como representación puede verse en la adaptación cinematográfica de la obra teatral “Un tranvía llamado deseo”. La misma es protagonizada por Marlon Brando y Vivien Leigh, dirigida por Elia Kazan y fue estrenada en 1951. Citando a Linda Costanzo Cahir en su artículo “The Artful Rerouting of A Streetcar Named Desire” “los críticos y las audiencias del momento sabían que eran testigos privilegiados de un giro en la representación del comportamiento humano”. Como describe en profundidad el canal de Youtube Be Kind Rewind en su video Vivien Leigh and the Adaptation of ‘A Streetcar Named Desire’ | 1952 , 2 técnicas de actuación se enfrentaban en la obra: la actuación clásica -interpretada por Vivien Leigh- y la hoy infame “actuación de método” -popularizada por Marlon Brando-. Mientras que la primera busca mantener la incredulidad utilizando expresiones que transmiten intencionalidad, la segunda corta toda distancia con la “realidad” al fusionar a su intérprete con el personaje. En otras palabras, hablamos de 2 posturas del arte frente a la vida: la primera asume, la segunda se subsume.

Previo al estreno del film una buena actuación era la que se mostraba más pulida y trabajada; luego del éxito de “Un tranvía llamado deseo”, una gran interpretación es la que muestra a una persona más que un personaje ficticio. A modo ilustrativo, los premios Óscar parecen favorecer enormemente a quienes opten por la segunda técnica: desde 1951, se han entregado 132 estatuillas a mejor actor y mejor actriz y 59 de ellas se han ido a actores que utilizan el sistema de Stanislavski

Y este nuevo paradigma se ramifica en múltiples debates, como lo son las identity politics y la problemática de la autenticidad. Las primeras hablan de la capacidad de los medios de comunicación, las artes y la industria del entretenimiento de reflejar las identidades de grupos sociales históricamente excluidos, como la comunidad negra, la LGBTIQ+, la discapacitada, la gorda, etc. Estas han experimentado desafíos similares a los de los cuerpos de representación política, puesto que poner personas pertenecientes a esos grupos por delante y detrás de las pantallas ha demostrado ser condición necesaria pero no suficiente de su militancia. Recientemente se han abierto nuevas discusiones respecto de cómo shows como GLEE han afectado a las comunidades que decía empoderar con su representación.

La segunda, la problemática de la autenticidad, se ha puesto muy en boga en los círculos de críticos de arte y las comunidades online. Aunque es un término muy polisémico, en general se la considera un valor a sostener o alcanzar, que aboga y aglomera las ideas de “verdad”, “realidad” y “agencia” en un mundo que tiende a la estandarización, reproducción en masa y las constricciones estructurales. Esto no significa que la “autenticidad” sea nueva (Theodor Adorno, Jean Paul Sartre, Sócrates y muchos más le han tomado como objeto de estudio), sin embargo, en estos tiempos pone al descubierto las tensiones entre el anhelo de disruptividad y esta “realidad” que exige que todo se subsuma a ella; incluso lo que podría evadirla, como lo es el arte.

¿Qué le pedimos a Argentina 1985?

Estas exploraciones no buscan cerrar los debates sino agregarles nuevos matices. La representación, como todo ideal democrático, no es una meta sino un camino. El objetivo que se le ha dado a Argentina 1985 es uno inalcanzable, pero inescapable. La arquitecta, investigadora y docente Graciela Silvestri analiza el fenómeno desde su campo de especialidad en el artículo “El arte en los límites de la representación”. Para ella, el arte y los espacios vinculados a la construcción de una memoria común acerca de los crímenes de la dictadura militar se vinculan a la necesidad de resolver el conflicto entre memoria literal y memoria ejemplar, entre historia colectiva y recuerdos intransferibles. A ello se le suman otras complejidades como la selectividad de la memoria, la necesidad de que el arte se transforme en una metáfora potente que que diga lo innombrable y el imperativo de dejar lecciones para el futuro, a la vez que la pieza sea susceptible de interpretaciones posteriores.

La película se topa con las mismas limitaciones que la representación impone a la democracia y el arte. Esto no significa que la crítica no sea posible, sino que ningún juicio puede hacerse sin parámetro, pero sobre todo, que ningún juicio puede hacerse sin preguntas: ¿Qué esperamos de?¿Qué le pedimos?¿Bajo qué condiciones y con qué pretensiones? De este lado del mundo, le pedimos a la democracia que represente a la gente y al arte que represente a la vida; en medio de un discurso donde la noción de realidad está siendo cuestionada desde todos los frentes.

*Este artículo está inspirado en la edición #18 del Newsletter Pop-purrí, titulada ¿Qué le pedimos al arte?

Las opiniones expresadas en este artículo pertenecen exclusivamente a los colaboradores y/o invitados y no necesariamente representan a Politólogos al Whisky

Escrito por

Lic. en Relaciones Internacionales. Lic en Ciencia Política. Todo lo que escribo es a título personal a menos que se explaye lo contrario.

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