Devuélveme a mi padre. 

Devuélveme a mi madre.

 Devuélveme a mis mayores.

Devuélveme a mis hijos. 

Devuélveme a mí mismo. 

Devuélveme a cuantos están ligados a mí. 

Devuélveme la paz, una paz que no se pueda romper mientras exista la sociedad de los hombres y la vida humana 

SANKICHI TÔGE

A las 8 horas y 15 minutos del día 6 de agosto de 1945, un avión del Ejército estadounidense lanzó por primera vez en la historia una bomba atómica contra la población civil de Hiroshima, ciudad portuaria japonesa que al  momento de producirse  los hechos contaba con alrededor de 340.000 habitantes. Tres días después, un bombardeo similar por parte de los Estados Unidos se produjo en la ciudad de Nagasaki, de alrededor de 195.000 habitantes. 


El Presidente estadounidense Harry Truman, quien asumió el cargo después de la muerte de Franklin Delano Roosevelt, justificó la decisión de lanzar la bomba atómica contra la población civil argumentando que una invasión terrestre de Japón provocaría más muertes japonesas y estadounidenses. 
Se calcula que aproximadamente 200.000 personas fallecieron a causa de los bombardeos. Al crear la bomba, Oppenheimer actuando como un Prometeo moderno, les entregó a los humanos el fuego atómico que fue capaz de destruir una ciudad en cuestión de segundos.

De forma escalofriante, uno de los aviones que arrojó las bombas llevaba por nombre Enola Gay, en homenaje a la madre de su piloto. La bomba que arrojó se llamaba Little boy. Se eligió este nombre como forma de hacer un contraste tétrico con Fat boy, la bomba que fue arrojada en Nagasaki días después. 
Aquel día, el horror se apoderó de la sociedad japonesa; niños perdieron a sus padres, madres y padres perdieron a sus hijos. Una brillante luz iluminó el cielo y, después, la catástrofe. Los japoneses se convirtieron en el primer pueblo en presenciar aterrorizados las consecuencias de un ataque nuclear. 

Muchos hibakushas, así se conoce a los sobrevivientes del desastre atómico, debieron cargar con las heridas y los efectos secundarios de la bomba durante toda su vida. 

En las primeras décadas posteriores a la guerra, la tensión nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética llevó a muchos activistas a militar por un futuro sin armas nucleares. 

Al igual que el fuego, el arma que los Estados Unidos arrojaron sobre Japón tenía el objetivo utilitario de finalizar una guerra, pero en realidad, terminó por abrir una caja de Pandora que modificó de forma radical la forma de hacer la guerra y la paz. 

80 años después de Hiroshima y Nagasaki, quedan vivos muy pocos hibakushas que nos recuerden las catastróficas consecuencias del armamento nuclear.

Sin embargo, su legado vive en el Japón moderno que se construyó después de la guerra. El recuerdo de todos aquellos que murieron aquel día o como consecuencia de los bombardeos se expresa en cada expresión artística proveniente del país del Sol Naciente. 

Un ejemplo estremecedor se produce en la escena final de la que quizás sea la película más triste de Studio Ghibli, La tumba de las luciérnagas. En ella, los hermanos Seita y Setsuko, víctimas de la guerra y el bombardeo, contemplan juntos el imponente Japón moderno.

En honor a todos los Seita, Setsuko, todos los niños que murieron aquel día y todos aquellos que tuvieron que sufrir las consecuencias de haber sobrevivido a un ataque nuclear, debemos comprometernos a apostar por la no proliferación y un futuro sin armas nucleares. 

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