Este 8 de mayo, en Europa y en todo el mundo, se celebrarán 80 años desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Aquel día de 1945, la rendición incondicional de la Alemania nazi significó la liberación definitiva para un continente, luego de casi seis años de un conflicto que se convirtió en el más mortífero de la historia de la humanidad.
Luego de los horrores de esta contienda mundial, se produjo un consenso en la comunidad internacional: a partir de entonces, se desarrollaría una estructura jurídica dispuesta a fomentar la cooperación internacional, así como la preservación de la paz y la seguridad internacionales. La institución emblema que se fundó para encarnar estos valores fue la Organización de las Naciones Unidas, un organismo internacional con vocación universal que buscaba convertirse en un escenario de diálogo entre las naciones del mundo.
La creación de la ONU estuvo acompañada por la proliferación de tratados internacionales concernientes a la protección y defensa de los derechos humanos. Ejemplo de ello son la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, y los Convenios de Ginebra referidos a la protección de civiles en conflictos armados.
A pesar de las complicaciones prácticas que se produjeron durante el período de la Guerra Fría, este sistema internacional basado en reglas buscaba convertirse en un andamiaje jurídico que, si bien no podía impedir las violaciones a los derechos humanos, sí podía obligar a aquellas personas responsables de graves crímenes a sentarse en el banquillo de los acusados.
Con la caída de la Unión Soviética y el establecimiento de la Corte Penal Internacional, este orden liberal —que ponderaba la dignidad humana y la democracia por sobre el poder militar— parecía encontrarse en el punto más álgido de su historia.
La llegada al poder de Donald Trump en enero pasado significó un parteaguas dentro de la geopolítica mundial. La intención de Trump de acercarse a líderes autoritarios como Vladimir Putin y Viktor Orbán, así como el desprecio que manifiesta hacia las Naciones Unidas y los organismos internacionales en general, son muestra de una constante que se observó en su primer gobierno y que parece profundizarse en el segundo: Donald Trump busca construir un nuevo orden mundial, pero este no será muy diferente de la concepción que dominó las relaciones internacionales antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial en 1939.
En aquella época, la política internacional estaba dominada por la ley del más fuerte: aquellos países con mayor poder militar se imponían fácilmente sobre los más pequeños, con menor capacidad de defensa. De esta forma, teorías pseudocientíficas como la eugenesia y el darwinismo social se replicaban en la arena internacional.
La visión de Trump —quien considera que, por ser el primer mandatario de un país poderoso, puede anexar Canadá y Groenlandia, explotar los recursos naturales de Ucrania o convertir la Franja de Gaza en un resort de lujo tras expulsar a su población— parece calcada de las intenciones de aquellos líderes de la primera mitad del siglo XX, que se creían con derecho a invadir o anexar países para aumentar su poder y territorio.
Si a esto le sumamos el creciente autoritarismo que caracteriza a su gobierno, queda claro que la idea de Trump sobre el nuevo orden mundial significaría un retroceso de más de ocho décadas hacia un mundo aterrador, donde el poder de las armas se impone sobre la justicia y la igualdad, y donde los países pequeños deben vivir atemorizados, a la espera de ser ocupados por una potencia extranjera. Todo indica que el presidente de los Estados Unidos favorece un mundo similar al del periodo entreguerras, donde un puñado de potencias conformaba un frágil equilibrio de poder.
A modo de ejemplo, la ex primera ministra de Estonia y actual Alta Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, Kaja Kallas, manifestó recientemente en un artículo publicado en el diario británico The Guardian su preocupación respecto al expansionismo ruso en un país que ya fue víctima del imperialismo soviético en 1940.
En dicho artículo, Kallas asegura que Europa se encuentra actualmente en una situación similar a la de 1938. En este sentido, la invasión a Ucrania, así como en su momento lo fue la invasión nazi a Checoslovaquia, sería el preludio de una catástrofe en el continente.
El mundo que surgió después de la guerra tenía un objetivo claro: garantizar la igualdad de todos los seres humanos para evitar que los horrores cometidos por los nazis volvieran a ocurrir. Si bien las graves violaciones a los derechos humanos acontecidas en los últimos años no deben compararse con el Holocausto ni con otros crímenes cometidos por los nazis y sus colaboradores, el lenguaje deshumanizante que utilizan muchos líderes en la actualidad, así como la nula empatía que parece prevalecer dentro de la opinión pública hacia migrantes y refugiados, deben hacernos reflexionar sobre las consecuencias de la caída del orden internacional basado en reglas.
Hoy más que nunca resulta fundamental defender el Derecho Internacional, la igualdad soberana de los Estados y los derechos humanos.





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