Históricamente la educación ha sido un privilegio. Por siglos solo los grupos más aventajados económicamente tenían derecho a participar de los sistemas educativos y conseguir una carrera profesional. Esto cambió finalmente tras la instauración de políticas sociales más inclusivas, que permitieron el establecimiento de escuelas gratuitas, facilitando con ello la movilidad social. Sin embargo, aún fue necesario la intervención de movimientos sociales para la integración de ciertos grupos a ciertos niveles de formación; como fue el caso de las mujeres y las instituciones de educación superior. En efecto, a mediados del siglo XX en todo el continente se levantó la lucha por la inclusión de las estudiantes en las universidades y centros de formación profesional, conflicto que culminó en su incorporación paulatina en todos los países del continente.
En la actualidad, según datos de UNESCO (2021), las mujeres son mayoría a nivel universitario en casi todas las regiones del mundo, siendo superior no sólo sus tasas de ingreso, sino también de egreso. Este rápido avance, aunque elogiable en términos de derechos humanos, la justicia social y económicas, lamentablemente ha tenido un impacto parcial, por no decir mínimo, en la superación de la desigualdad de género en nuestras sociedades. Pues, aunque el acceso de las mujeres a la formación profesional ha significado una gran dosis de independencia y empoderamiento; en la actualidad se mantienen significativas brechas salariales de género, por no mencionar el desprestigio de profesiones principalmente ejercidas por mujeres y los casos de acoso a nivel profesional. Todo ello, sostengo, tiene su origen en un sistema educativo sesgado, que hasta el día de hoy sostiene ideas y prácticas desiguales que desventajan a las mujeres en todas las áreas de la vida.
Efectivamente, la incorporación de las mujeres en las instituciones de educación superior (y en la educación en general) no ha significado una verdadera trasformación de sus prácticas educativas, pues como rescatan los movimientos feministas estudiantiles, el sexismo sigue mermando de manera transversal la formación. Esto se expresa en múltiples formas. En primera instancia, en currículums que invisibilizan la presencia y aportes de mujeres y diversidades en las distintas asignaturas y disciplinas; asumiendo un enfoque androcéntrico que posiciona a los hombres al centro de toda la sociedad y la cultura. Lo anterior se suma al currículum oculto, es decir, las destrezas y valores transmitidos por la educación de forma no explícita; que reproduce jerarquías de género, asumiendo y promoviendo determinadas habilidades y aptitudes según el género de sus estudiantes (Nash, 2018). Finalmente, y quizás de forma más evidente, el sexismo en la educación se traduce también en la violencia de género que se experimenta en sus distintos espacios, y del cual su cara más visible es el acoso sexual.
A nivel de educación superior, el sexismo se traduce en claros fenómenos de brechas y diferencia. En particular, y aunque la exclusión formal de las mujeres ya es un tema del pasado, en la actualidad se da un fenómeno de segregación horizontal mediante el cual la presencia de mujeres y de hombres se ve disminuidas en ciertas áreas de conocimiento. Como consecuencia, por citar un par de ejemplos, a lo largo del mundo las mujeres son minoría en las áreas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas; y, por el contrario, los hombres son minorías en carreras como la educación parvularia y enfermería. Estas diferencias no son fortuitas, sino resultado de los roles de género socializados desde la primera infancia, y reforzados mediante la educación básica e intermedia. En otras palabras, aunque el acceso a la educación superior ya no es una barrera, el sexismo sigue diferenciando la participación de estudiantes hombres y mujeres en la misma.
Junto con lo anterior, también se vive un fenómeno de segregación vertical en la educación superior. Esto se expresa de dos formas. En primer lugar, en la distribución de hombres y mujeres en la dirección de las universidades y centros de formación técnica, ubicándose mayoritariamente los primeros en la cúpula directiva, y las segundas en los niveles más bajos de la administración. Ejemplo de ello es que en América Latina sólo un 18% de las universidades públicas son dirigidas por mujeres, lo que señala una importante brecha de género en esa materia. En segundo lugar, la segregación vertical también se vivencia en la carrera académica, pues aunque las estudiantes mujeres son actualmente mayoría a nivel de pregrado, su participación disminuye en los títulos de postgrado. En consecuencia, son menos las mujeres que realizan investigación y llegan a las más altas cúpulas de la carrera docente.
Finalmente, un último impacto del sexismo en la educación superior se vivencia precisamente en el currículum universitarios. Pues el masivo ingreso de las mujeres a los centros de formación profesional no ha significado una modificación ni de los perfiles de egreso, ni de los contenidos dictados. Esto se observa en el hecho de que no se incluya actualmente la perspectiva de género en la bibliografía y cátedras de las distintas licenciaturas, manteniendo así la visión androcéntrica de las disciplinas. Lo anterior tiene una serie de consecuencias. Por un lado, se crea y mantiene conocimiento que no toma en consideración a las mujeres. Prueba de ello, por citar un ejemplo, es que en un inició se desconocía que las enfermedades coronarias tenían diferentes síntomas en cuerpos feminizados, sesgo que aún en la actualidad pone en peligro la vida de las mujeres. Por otro lado, los y las profesionales no cuentan con la preparación suficiente para enfrentarse a los problemas generados por la desigualdad de género en nuestras sociedades, lo que lleva a su perpetuación.
Todos estos fenómenos no son más que la consecuencia del pasado de la educación, pues al impedirse el acceso a las instituciones educativas no solo se privaba a las mujeres de oportunidades laborales e independencia económica; sino que también se les excluía de la creación de conocimiento validado por la sociedad. En consecuencia, no solo los saberes no incluían la mirada femenina, distinta a la masculina por su posición social y cultural; sino que además no buscaban estudiar el impacto de nuevas invenciones y descubrimientos en las mismas, y menos aún considerarlas como fuentes de conocimiento, pues habría significado perder poder simbólico. Como resultado, hoy en día siguen existiendo áreas en donde las barreras culturales impiden el acceso de mujeres e invalidan su participación y contribuciones; y, peor aún, toda disciplina en donde las estudiantes son mayoría sufre un severo desprestigio.
Es por lo anterior que las medidas para erradicar la desigualdad de género dentro de la educación, y especialmente en las instituciones de educación superior, no pueden limitarse únicamente a acciones afirmativas. Pues si bien las cuotas para mujeres y diversidades son importantes para crear espacios educativos justos; la inclusión formal no conlleva a una verdadera transformación social. En este sentido, es urgente impulsar una educación no sexista, que cree espacios seguros de aprendizaje para todo el cuerpo estudiantil, donde se respete y visibilice la diferencia, y se deconstruyan las ideas y sesgos que hoy en día mantienen el machismo vivo en nuestras sociedades e instituciones. Solo formando profesionales sensibles al género y con un compromiso por la igualdad de género es que se podrá combatir la desigualdad y el sexismo en nuestras culturas.
