¡Buenas! Espero que anden bien. No, muy bien. Me di cuenta que no había hablado de una de las series con más éxito, uno de los primeros éxitos de Netflix. En mi opinión no es una serie realista de política pero tiene sus puntos fuertes. Políticamente hablando, se puede transcribir esta serie en la política del mundo real. Sí, estoy hablando, como el título lo anticipa, de House of Cards.
House of Cards es antes que nada un thriller, una exageración absurda de la realidad. Nadie es tan malo, nadie puede pensar tanto, ni saber tanto, ni anticipar tanto como Frank Underwood. Es neurológicamente imposible. Y aún esto resulta en una serie fantástica porque retrata, mediante hipérbole, un componente clásico que no puede separarse de cualquier realidad política: la sed de poder. Al fin y al cabo, esa es la razón de todo esto. Poder influir, poder cambiar cosas, poder hacer. Para bien o para mal, es lo que moviliza a quienes hacen política y no puede ser de otra forma, dado que la política es una de las formas que tenemos de resolver conflictos, cambiando algunas cosas y manteniendo otras. House of Cards ofrece un retrato descarnado pero elegante, exagerado en su fondo pero a la vez contenido en sus formas.
Porque detrás de House of Cards hay un mensaje posiblemente no intencionado por parte de los creadores, pero que resulta muy interesante: el sistema funciona a pesar de quienes lo componen. En Washington las cosas no se frenan porque hay unos cuantos desaprensivos haciendo política sin mirar a quién matan en cada momento. Los diseños institucionales en la mayoría de democracias avanzadas son sólidos por lo que pueden aguantar políticos y políticas así. Osea que lo que evita que todo se desmorone no son las buenas personas, la ética o el amor. No, son las instituciones sólidas, los arreglos legales, los incentivos puestos en donde corresponde.
Es en ese momento de saturación, corrupción y de contradicción infinita, que el espectador deja volar su mente a la utopía absoluta de la política en la pequeña pantalla, dirigiéndola hacia una de las grandes series de política de todos los tiempos, una de la que ya hablé con gran admiración. Sí, estoy hablando de El ala oeste (de la Casa Blanca). Las siete temporadas comprenden el mandato de un presidente (ya un icono de la TV), Jed Bartlet, y las vidas de todo su equipo. Un mundo en el que el diseño institucional no es necesario porque prácticamente todo funciona bien porque quien está en política lo hace para mejorar la vida de los demás.
Es fácil poder establecer una dicotomía entre House of Cards y El ala oeste. Frank Underwood contra Jed Bartlet, dos visiones políticas aparentemente contrapuestas: en una, las ansias de poder por el poder, los objetivos iniciales de cambiar el mundo. Por otro lado, esos objetivos están por encima de todo, incluida la capacidad de hacerse rico, porque no hay mayor pago para un político que conseguir cambiar aquello que pretendía. Y para ello alguno de los protagonistas de El ala oeste llega al suicidio profesional.
Series como estas hablan de personas con unas motivaciones de cara al futuro que ansían y mantienen el poder en el contexto de las instituciones determinadas. Esto no es sino el corazón de la política. A partir de ahí, House of Cards decide por definir a las personas como estrictamente orientadas a mantener el poder , mientras que El ala oeste establece que las personas perderán su interés por el poder si sus motivaciones de cambio no son alcanzadas.