La larga historia que une al mundo islámico y a Francia lleva siglos de turbulentos encuentros que, desde su pasado de colonialismo, han marcado el tono de unas relaciones a tiempos fructíferas, pero mayormente tensas. Las heridas del fundamentalismo religioso que aún no terminan de sanar (Charlie Hebdo, el Bataclán, los ataques de Niza y París), la dificultad de homologar lo que tanto tiempo se pretendió apartar, el contexto de crisis migratoria ajena pero propia, el “ser europeo” y ahora también gestionar una pandemia. El 2020 ya era un año complicado para Francia, por decir lo menos.
Sumado a esto – en un fatídico hecho de pobre selección de palabras – el presidente francés, por su cuenta y casi sin razón, adicionó al país un problema más a tener en cuenta y no uno menor. “El Islam es una religión que se encuentra en crisis alrededor de todo el mundo hoy, (…).” decía a principios del mes pasado. ¿El contexto? Un discurso que anunciaba la reforma de leyes educativas en Francia para garantizar más y mejor secularismo en la educación.
En esa sola oración, Macron escribía la guía de un solo paso de cómo lograr que una veintena de países árabes se vuelvan en tu contra; aliados, neutrales o enemigos, la justificación en bandeja en sus manos para como mínimo pronunciarse en rechazo. Como mínimo, porque desde entonces ha ocurrido mucho más. Turquía no tardó en liderar la negativa, el mismo día, Erdoğan era definitivo en su discurso: Solicitaba a su población que se abstenga de consumir bienes franceses mientras acusaba a Macron de dirigir una campaña de odio contra el Islam y a Europa de encubrirlo.
La idea de una “campaña de odio”, aunque severa, no es novedosa. Los daños del terrorismo basado en el extremismo religioso han sabido lograr ese efecto doble: un miedo hacia quién efectivamente lo causa y una creciente islamofobia y prejuicio de quién no, pero se le parece. Numerosos académicos han desarrollado extenso material bibliográfico abarcando desde lo político hasta lo psicológico e identitario de la cuestión. Y muchos de ellos, a la vez musulmanes, tomaron las redes sociales para pronunciarse en contra de la criminalización de su fe y del prejuicio de sus identidades.
Por otra parte, el resto del mundo islámico no tardó en seguir el ejemplo turco y el boicot a los productos franceses fue tan solo el comienzo. A esto le siguieron protestas masivas, quema de banderas francesas y la vilinización de la figura de Macron en todas las formas imaginables; desde caricaturas asemejando su imagen al diablo en Irán, hasta su rostro indicando dónde pararse al hacer fila en Libia. Desde allí, la lista tan solo crece: Líbano, Jordania, Marruecos, Arabia Saudita, Egipto y Pakistán, entre otros.
Una vez más, la libertad de culto y el secularismo estatal vuelven a ocupar el foco de una nación europea, la amenaza latente del terrorismo jihadista en el mundo occidental no solo adiciona a las tensiones sino que acrecienta los costos de errores como el cometido por el presidente francés. Parece que al desatino de la semana lo pagará la economía francesa – cosa no menor, considerando el aumento de gasto público necesario para sostener su primera y ahora segunda ola de la pandemia. Sin embargo, cabe siempre mantener en mente que el margen para tener que pagar más caro en cuestiones de alta sensibilidad – como la Fe – es amplio y ha sido en ocasiones, históricamente más violento.





Replica a Graciela Cancelar la respuesta