Aaa, yo sé lo que es embalarse. Decir “vos sabés que sí”, con la fe ciega del que ya se comió mil derrotas, pero igual se vuelve a ilusionar. Porque uno se contagia de las victorias, se sube a la moto sin mirar el tablero. Y claro, después de septiembre era difícil no hacerlo: la PBA explotaba de alegría. Cincuenta días después, el peronismo se come otra paliza electoral.
El domingo empezó con esa mezcla de confianza y cábala. Los mensajes tempraneros, alentando que se vaya a votar porque sabes que a todos le chupa un huevo. Todo tiene gusto a revancha, como si por fin el peronismo hubiese encontrado aire después de tanto manoseo. Pero se hacen las seis de la tarde, cierran las urnas, y empiezan a llegar los mensajes que nadie quiere leer: “Che, mirá que en tal lugar perdimos.” “Se complicó en tal lado.” Y uno empieza a sentir ese déjà vu de los domingos que arrancan con épica y terminan con un nudo en el estómago (para no decir otra cosa)
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La estocada final llega cuando ves a los libertarios volver a sonreír. Los mismos que venían dos meses en la cueva, con memes de inflación y tuits sobre el swap con Estados Unidos como único combustible emocional. Los ves revivir con una velocidad que da bronca y recuperar la soberbia del sobreviviente. Y vos ahí, sabiendo que el peronismo está peor que el auto de Colapinto, pero igual te subís. Porque es humano, natural, casi obligatorio subirse incluso cuando sabés que no arranca.
Porque si vivís castigando todos los días, tu alegría depende de dos milagros imposibles:
A) que el Chiqui Tapia no bombee a tu equipo porque juega contra Barracas,
B) pensar que “el peronismo va a volver” mientras mirás por enésima vez el balcón de Cristina en TN.
Y ahí entendés que no es solo una elección lo que se perdió. El país se vuelve violeta. Es el pulso.
Vuelve el miedo.
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El Kuko y el miedo
El miedo volvió. No como advertencia, sino como método.
El “Kuko” funcionó otra vez. Esa figura amorfa de lo que el peronismo supuestamente representa, el caos, la decadencia, el choriplanismo, la amenaza del pasado, volvió a ser la excusa perfecta para ordenar a todo el resto. Lo curioso es que ya ni hace falta nombrarlo: alcanza con insinuar que el peronismo puede volver para que medio país se abroquele detrás de quien sea que lo enfrente.
El miedo fue campaña, fue mensaje, fue pegamento. Pero también fue espejo.
Porque si algo quedó claro en estas elecciones es que el peronismo también le tiene miedo al peronismo. Miedo a discutir, a tensar, a mostrar matices. Miedo a decir algo que “reste” en un frente donde todo suma menos la sinceridad. Así se termina hablando de nada, prometiendo poco y rogando que la unidad tape la falta de ideas.
Y el resultado es ese: una estructura que no se anima a proponer un modelo de país porque tiene terror de dividirse por dentro.
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La paradoja es hermosa y cruel: mientras Milei capitaliza la bronca, el peronismo administra la culpa. El libertario ordena desde el exceso; el PJ sobrevive desde el silencio. Y entre ambos, se instaló un nuevo tipo de polarización que no es ideológica, sino emocional: de un lado, el miedo a que vuelvan y del otro, el miedo a desaparecer.
El peronismo porteñizado
Después de la elección llegó un mensaje de Tomás, miembro de PAW:
“Voy a ser muy provinciano en lo que voy a decir. Si el PJ quiere volver a erotizar al interior del país, tiene que hacerlo con propuestas que nos incluyan. Si lo que propone el peronismo es hablar del hospital Garrahan y ponerle retenciones a las economías regionales, es muy difícil que una persona que vive en Chajarí, Entre Ríos, te vote.”
Y tiene razón. Porque el problema no es el peronismo del interior, que sigue existiendo, resistiendo y ganando en lugares donde no le dan ni los números ni el clima político, sino que los grandes debates del movimiento se volvieron porteños (para mí que soy cordobés todo lo que sea de Buenos Aires es porteño). Todo pasa por la interna de la PBA: Cristina, Massa, Kicillof. Se discute cómo contener el conurbano, cómo manejar las listas, cómo administrar la unidad. Y mientras tanto, el resto del país mira desde la tribuna cómo se decide, otra vez, su destino político entre tres despachos de La Plata y San José 1111.
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El peronismo no se volvió débil por falta de territorio, sino por exceso de ombligo. Mientras el centro de gravedad siga siendo el AMBA, el riesgo no es perder elecciones: es dejar de entender al país que alguna vez dijo representar.
El mileísmo como método
Si hay algo que el peronismo perdió y Milei entendió rápido, es la capacidad de ordenar.
En menos de dos años, el libertario convirtió un movimiento hecho de bronca, tuits y performance en una estructura política nacional. Le salió una especie de “peronismo de laboratorio”, donde lo emocional reemplazó a la doctrina y la lealtad se mide por quién aguanta el próximo volantazo.
Y lo más impresionante no es su discurso, sino su método. Milei absorbió al PRO (a qué costo) en la mayoría de los distritos, disciplinó a su tropa a fuerza de miedo y épica, y puso a competir candidatos que no conocía ni la madre… y ganaron. Mientras el peronismo se cuidaba de no restar, Milei (Karina o Santiago) se dedicó a sumar sin pudor. En política, eso tiene otro nombre: conducción.
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El mileísmo logró algo que el resto todavía no: alinear el deseo.
Donde el peronismo ve riesgo, Milei ve oportunidad; donde los demás dudan, él avanza. Por eso, aun con un gobierno tambaleante y una economía que no muestra alivio, sigue ganando elecciones.
No porque tenga un modelo, sino porque tiene un relato que ordena.
La nueva polarización (o el fracaso del medio)
Los gobernadores del centro quisieron intentarlo.
Llaryora, Pullaro, Torres, Sadir, Vidal… se pusieron el traje de “los razonables” y armaron Provincias Unidas, ese experimento que sonaba a federalismo de manual y terminó siendo una foto de familia antes del velorio. Soñaban con ser el equilibrio entre la motosierra y la memoria, pero la realidad fue otra: nadie vota al que promete calma en un país que vive a los gritos.
La idea del “medio” se volvió inviable.
No por falta de gestión ni de discurso, sino porque la política argentina entró en una nueva fase de polarización donde ya no hay espacio para la tibieza. Milei impuso la lógica del “todo o nada”, y el peronismo, atrapado en su nostalgia, juega a resistir más que a proponer. En ese campo minado, los gobernadores quedaron sin identidad: demasiado prolijos para la bronca, demasiado técnicos para la épica.
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Valdés, en Corrientes, fue el único que salvó la ropa, pero el resto se hundió intentando explicar que la moderación también puede ser una forma de cambio. Spoiler: nadie les creyó.
Porque si algo demuestran estas elecciones es que la sociedad no quiere moderados, quiere culpables.
Y en esa lógica binaria, el centro no es refugio: es vacío.
Abstención, hastío y egoísmo
La otra gran ganadora de estas elecciones fue la apatía.
La participación apenas rozó el 68 %, la más baja desde la vuelta de la democracia.
Y no fue indiferencia: fue hartazgo. La gente no es que ya no crea en la política, es que ya no tiene energía para creer. Después de años de promesas rotas, crisis económicas y campañas donde todo suena igual, el voto se volvió más castigo que esperanza.
Se puso de moda decir “nadie se salva solo” por El Eternauta, pero la realidad va en la otra dirección: cada vez más gente siente que con suerte puede salvarse a sí misma. Es difícil pensar en un proyecto colectivo cuando la guita no alcanza, cuando la política se reduce a una guerra de tuits y cuando el futuro se mide en cuotas. En ese contexto, hasta el silencio parece una forma de autodefensa.
Argentina no está en crisis por falta de discursos, sino por falta de ganas.
Y el problema no es solo de los políticos: es de todos nosotros, que cada vez nos cuesta más salir del modo supervivencia.
Pero incluso en esta foto, algo se mueve. Siempre se mueve.
Porque si hay algo que nos enseñó este país, entre derrotas, ilusiones y resacas electorales, es que nada dura más de 8 años y que todo pasa…
Nos vemos en la próxima.
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Crédito de la imagen: Jaime Olivos





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