El viernes 28 de junio de 2024 fuimos testigos del primer debate presidencial de la historia estadounidense entre un expresidente y un presidente vigente, siendo Donald J. Trump y Joe Biden los protagonistas respectivamente. Y pese a lo pomposo de esa primera descripción, el debate en cuestión estuvo lejos de impresionar.

Un Biden doloroso de mirar fue superado por un Donald Trump que no salió de su repertorio de recursos habituales, compuesto por declaraciones petulantes, algunas mentiras y posverdades. Lo de este último es entendible. En primer lugar, porque un político de sus características tiene dificultades para seguir reinventando su personaje después de décadas y décadas bajo la luz de la opinión pública. En segundo lugar, tampoco lo necesitaba. Aun con una actuación discreta y descafeinada le alcanzó para verse pletórico en comparación de las claras lagunas que mostró su contraparte demócrata.

Más interesante es precisamente lo de este último. Podemos decir que desde lo puramente argumental Biden y Trump estuvieron igualados (porque en este aspecto el debate fue pobrísimo). El problema del candidato demócrata fue comunicacional, sensorial. En un mundo donde cualquier tipo de información está a un clic de distancia, la veracidad o no de lo que diga un político en un debate importa poco. Importa más lo que transmite. Y Joe Biden transmitió exactamente lo que percibía cualquier persona más o menos avispada sobre la actualidad de la política americana: que es un hombre demasiado viejo como para estar ahí.

Tanto es así, que después del debate se empezó a hablar dentro de las filas demócratas de bajarlo como candidato y buscar un reemplazo. El mismo presidente de los Estados Unidos salió a declarar “No debato como antes, pero al menos digo la verdad”. En un mundo colmado por mentiras emotivas, la verdad (con lo subjetivo que implica) importa poco.

No importa si sea verdad o mentira que la administración Trump fuera la mejor de la historia en términos de trabajos generados, crecimiento económico, recortes tarifarios, balanza comercial, entre otros tópicos señalados por el candidato republicano. Importa la seguridad y la holgura con la que Donald J. Trump a sus 78 años de edad expresa tales declaraciones. Tarea comunicacional en donde Biden fracaso ampliamente.

En un momento del debate, Biden señalo que pasó la mitad de su carrera siendo vilipendiado por ser el senador más joven de la historia de los Estados Unidos, mientras que ahora es criticado por ser el presidente más longevo. Más que una descripción de la trayectoria política del oriundo de Delaware, es una descripción acertada de los tiempos que corren en la política occidental. Aquellas instituciones como el sistema de partidos, la democracia liberal, el parlamentarismo, la independencia de poderes, entre tantas otras, antaño noveles y celebradas, ahora son discutidas y cuestionadas.

De hecho, la campaña política demócrata hasta el momento se ha basado en la idea de que un triunfo de Trump significaría el fin de la democracia estadounidense tal y como la conocemos. Mismo recurso utilizado, por ejemplo, por Sergio Massa en la elección contra Javier Milei en noviembre del año pasado, o también por la centroizquierda y centroderecha europea en las últimas elecciones parlamentarias de la UE. No dieron frutos. En ambos casos, los espacios catalogados como “extremistas” obtuvieron resultados positivos.

Desde la caída del Muro de Berlín y el colapso del comunismo, Occidente mantuvo su hegemonía en el plano de la política internacional teniendo como banderas la democracia liberal, el estado de derecho, el capitalismo librecambista y la globalización. Todas las discusiones se realizaban dentro de ese marco de reglas predeterminadas, siendo los países gobernados por oscilaciones de centroderecha y centroizquierda. Los Republicanos y los Demócratas. Los Torys y los Laboristas. El PP y el PSOE. Esta existencia de fuerzas y electorados representativos de ideas de centro hacia la negociación y el consenso elementos clave dentro del sistema.

Hoy en día eso está cambiando. Se abandona la idea de discutir la solución dentro del sistema para empezar a buscarla fuera del mismo. El debate ya no es entre socialdemócratas contra neoliberales, sino entre extremistas contra moderados. ¿Extremistas de qué? Importa poco. Pueden ser anarcocapitalistas como Javier Milei, ultraconservadores como Donald Trump o autócratas como Viktor Orban. Lo que importa es que proponen soluciones rápidas, voraces, extremas, todo es culpa de esta cosa o tal otra, desde el Estado a los inmigrantes. Son el resultado de las preguntas que la democracia liberal no supo o no pudo responder, y también, comunicadores impecables de tales descontentos. 

Más que una pelea de ideas es una pelea de momentos. Lo viejo (la democracia liberal) contra lo nuevo (distintas versiones del extremismo). Para desgracia de Joe Biden, le toca ser la representación más fidedigna de lo viejo. Un burócrata, un hombre de Estado que supo ser el senador más joven de la historia de los Estados Unidos, y que hoy en día funge como una suerte de parodia vieja y lerda de lo que un día fue. Y pese a tener argumentos, es incapaz de ofrecer las respuestas que busca la gente. Cuando el rey está desnudo, el rey está desnudo.

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