En su obra más reciente, el recién fallecido Henry Kissinger comentaba que toda sociedad se halla en un constante tránsito entre un pasado que nutre su memoria y una visión del futuro que impulsa su desarrollo. En este proceso, el liderazgo es un factor clave: se requiere tomar decisiones, generar confianza, cumplir compromisos y ofrecer una orientación para avanzar. Según Kissinger, la mayoría de los líderes son gestores, no visionarios, ya que en todos los contextos y niveles, se precisan administradores que orienten a las instituciones que dirigen. No obstante, en tiempos de crisis, mantener el statu quo puede ser la opción más peligrosa. Es entonces cuando surgen líderes transformadores.

Hoy, la sociedad argentina se halla inmersa en un estado de incertidumbre tras años de crisis económica prolongada. Este estado de ánimo condujo a un cambio radical con la elección del primer presidente libertario del mundo, un hito que refleja el descontento generalizado con la clase política tradicional. Aunque el presidente Milei ha delineado su visión y métodos para el país, enfrenta obstáculos como limitaciones parlamentarias, falta de respaldo territorial y escasez de personal competente en su gobierno. Como consecuencia, las propuestas del poder ejecutivo han enfrentado obstáculos importantes en el Congreso, y elementos clave del mega DNU, como la reforma laboral, han sido anulados por la justicia.

A pesar de estos desafíos, la esencia y la identidad del nuevo gobierno comienzan a perfilarse. Nos encontramos ante un liderazgo que exhibe tintes revolucionarios, donde el presidente se erige casi como un profeta.  Su discurso en Davos refuerza esta percepción: en un evento que congrega a los líderes políticos y empresariales más importantes del mundo, las palabras de Milei sonaron más como las de un visionario vendiendo su causa que como las de un mandatario buscando fortalecer los lazos internacionales de su país.

En este artículo, me propongo explorar las características del liderazgo de Milei, al que considero un líder revolucionario, y analizar cómo esto podría impactar en el orden institucional de Argentina. 

El profeta revolucionario

En el libro mencionado en la introducción, Kissinger destacaba un tipo de liderazgo que suele surgir en períodos de crisis: el liderazgo visionario, el de profeta. Según el autor, estos líderes no se limitan a lo posible, sino que se guían por una visión de lo necesario. Además, los líderes visionarios apelan a sus ideales trascendentes como muestra de su integridad, y buscan crear un nuevo orden donde puedan materializar sus propuestas, borrando el pasado, con sus luces y sus sombras. 

La crítica de Milei hacia las conductas históricas de la dirigencia argentina y su apuesta por reformularlas radicalmente lo identifican con esta tipología de liderazgo. Al mismo tiempo, su adhesión a un dogma ideológico libertario como una visión trascendente y su apelación a un pasado mítico en el que Argentina era una potencia mundial, para justificar una reestructuración completa del orden establecido, también lo sitúan en esta categoría.

Como menciona Kissinger, los profetas tienen la virtud de ampliar los horizontes de lo posible; no obstante, al buscar soluciones definitivas, este tipo de líderes suelen rechazar el gradualismo al que ven como una renuncia innecesaria al tiempo y las circunstancias; su meta es superar el statu quo cuanto antes, no solo administrarlo.

A diferencia de un estadista clásico, quien mide sus logros en la durabilidad de las estructuras políticas, los profetas miden sus logros de acuerdo con estándares absolutos. Si el estadista evalúa las posibles líneas de actuación basándose en su utilidad más que en su “verdad”, el profeta considera este enfoque un sacrilegio, un triunfo de la conveniencia sobre el principio universal. Asimismo, para el estadista la negociación es un mecanismo de estabilidad; para el profeta, puede ser un medio para convertir o desmoralizar a los adversarios; y mientras que los estadistas valoran el orden social por encima de cualquier conflicto interno, los profetas están dispuestos a subvertirlo si no se ajusta a su visión. En consecuencia, los líderes profundamente idealistas simplifican el mundo en función de lo que favorece o dificulta su objetivo, ignorando todo lo demás.

Así, un gobernante legitimado por el carisma no puede adaptarse fácilmente el hecho de que en adelante debe respetar los límites de su poder, que los acontecimientos ya no están sujetos solamente a su voluntad, y que la paz y el progreso no dependen de su fuerza (ni las del cielo) sino de su reconocimiento del poder de otros.

De esta forma, el estilo netamente profético constituye un peligro para el orden social, ya que se corre el riesgo que un estado de ánimo eufórico pueda sumir a la sociedad en la inmensidad de una visión y reducir al individuo a un objeto.

Los efectos en la estabilidad política de un líder revolucionario 

Por lo general, la estabilidad política no se deriva de una búsqueda de consenso, sino de una legitimidad generalmente aceptada. Esta legitimidad se basa en un pacto implícito (no sin tensión) sobre los principios fundacionales, las metas de un país y los medios aceptables para lograrlas. Implica que todos los actores relevantes de un país acepten un marco de acción, al menos hasta el punto de que ninguno se sienta tan insatisfecho como para optar por una política revolucionaria. Si bien un orden legítimo no elimina los conflictos, sí los acota. De esta forma, la política en el sentido clásico de resolver las diferencias mediante el diálogo solo es posible en los órdenes “legítimos”.

Cuando describo a Javier Milei como un líder de tintes revolucionarios, me refiero a que su discurso se fundamenta en la búsqueda de un cambio radical en el sistema del país, rechazando los conceptos tradicionales que han sustentado la acción política desde la recuperación de la democracia hasta la fecha, y en su lugar promueve su credo libertario, que lo considera casi una verdad metafísica. Por eso, su actitud frente a los actores del “antiguo régimen” es de confrontación y rechazo, sin espacio para el diálogo o la negociación. Su objetivo no es resolver las diferencias dentro del sistema vigente, sino cuestionar y cambiar el sistema mismo. Si bien los ajustes a través de negociaciones son posibles, los mismos se concebirán como maniobras tácticas para consolidar posiciones con miras al enfrentamiento inevitable, o como instrumentos para minar la moral del antagonista.

Es un error suponer que la negociación puede siempre arreglar las disputas cuando hay “buena fe” y “deseos de llegar a un acuerdo”, ya que en una situación revolucionaria, cada uno de los actores políticos pensará que su oponente carece precisamente de esas cualidades. Los actores pueden seguirse reuniendo, pero ya no pueden persuadirse porque hablan lenguajes distintos. En consecuencia, en una situación revolucionaria, el propósito de una negociación es psicológico; se trata de establecer un motivo de la acción y se dirige primordialmente a los actores que todavía no se han comprometido o a convencer a la opinión pública. Esto es lo que se dio en todo el periodo de sesiones extraordinarias en el congreso.

Esta es una lección dura para las actores acostumbrados durante largo tiempo a la tranquilidad del orden “tradicional”. Estos actores encuentran casi imposible creer al pie de la letra la afirmación del revolucionario en el sentido de que se propone cambiar por completo el marco existente. En consecuencia, los defensores del statu quo tienden a principiar por enfrentarse al actor revolucionario como si sus protestas fuesen meramente tácticas, como si la motivaran quejas específicas que pudiesen satisfacerse mediante concesiones limitadas. Pero está en la esencia de un actor revolucionario que posea el valor de sus convicciones, que esté dispuesto, en realidad ansioso, a llevar sus principios hasta sus últimas consecuencias. Por lo tanto, tiende a minar, si no, la legitimidad del orden social convencional, por lo menos la restricción con el que el mismo opera.

Ahora bien, alguien podría retrucar diciendo “¿Y si acepta condiciones? ¿Y si se muestra flexible?”. Eso sería muy difícil si realmente fuera un revolucionario (como parece ser Milei), y aunque en un principio pueda aceptar las demandas, no pasará mucho tiempo hasta que quiebre el compromiso. Porque, como también afirmaba Kissinger, la flexibilidad perfecta en asuntos políticos es la ilusión de los aficionados. Plantear la política sobre el supuesto de la posibilidad igual de todas las contingencias es confundir el arte de la política con las matemáticas, ya que ningún individuo puede renunciar a su “razón de ser”, no porque sea físicamente imposible, sino porque es psicológicamente imposible.

Por este motivo, las coaliciones contra las revoluciones han sabido llegar solo al final de una larga serie de traiciones y ofensivas porque los actores que representan el statu quo no pueden saber que su antagonista no transige con la razón hasta que este lo demuestre. Y no lo hará así hasta que el “antiguo régimen” haya sido destruido. 

En resumen, la presidencia de Milei se enfrenta a un dilema entre su visión profética y su limitada capacidad para realizar reformas radicales. El futuro de Argentina es incierto ante la cuestión de cómo un líder con una propuesta transformadora puede alcanzar sus metas sin los medios políticos necesarios. La opción de adaptarse a las prácticas políticas habituales podría comprometer sus principios, pero también el hecho de arriesgar todo en un intento de imponer cambios podría ser políticamente fatal. 

La lección de Kissinger resuena: el liderazgo, en última instancia, es neutral, capaz tanto de elevar a una sociedad como de precipitarla al abismo.

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