En el corazón de Europa, como una frontera que divide el continente entre Oriente y Occidente, se encuentra Sarajevo, actualmente capital de la República de Bosnia y Herzegovina. Esta ciudad universal y cosmopolita, cuna de iglesias, mezquitas y sinagogas, vio nacer y morir al siglo XX en lo que a relaciones internacionales europeas se refiere.
Testigo del asesinato del archiduque Francisco Fernando en 1914, homicidio que inauguró los horrores de la Gran Guerra; y del sitio que vivió en carne propia por parte del Ejército serbio 80 años después, Sarajevo ejemplifica mejor que cualquier otra ciudad europea el legado de todos los imperios que mandaron en el viejo continente.
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Para poner un ejemplo, una persona que nació en esta ciudad a inicios del siglo XX y hubiera fallecido a principios del XXI hubiera vivido en 5 países distintos: el Imperio Otomano, el Imperio Austrohúngaro, el Reino de Yugoslavia, la República Federativa y Social de Yugoslavia y la República de Bosnia y Herzegovina.
En el ya emblemático libro Un Puente sobre el Drina, el escritor yugoslavo Ivo Andric nos sumerge en el mundo de la ya extinta Yugoslavia, el país de los eslavos del Sur, una comunidad de comunidades que une el Este y Oeste de Europa.
Durante el tiempo que duró su existencia, la Yugo se caracterizó por su tolerancia estratégica y la coexistencia aparente entre culturas y religiones dispares bajo el implacable liderazgo de Josip Broz, más conocido como el General Tito.
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No obstante, cuando este murió a inicios de los años 80, las tensiones latentes entre los diversos pueblos que formaban Yugoslavia estallaron por los aires.
Finalizada la Guerra Fría, Croacia y Eslovenia declararon su independencia apoyada por la recién reunificada República Federal de Alemania. Esta decisión enfureció a Slodovan Milosevic, General yugoslavo que soñaba con la Gran Serbia.
Serbia, que en ese momento insistía con llamarse República Federativa de Yugoslavia, contaba con Francia y la Federación Rusa como aliados. Los mismos países que la apoyaron durante la Primera Guerra Mundial.
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Si bien Milosevic terminó reconociendo la independencia de Croacia y Eslovenia, el caso de Bosnia era distinto. Este territorio era habitado por un tercio de serbios ortodoxos, un tercio de croatas católicos y otro tercio de bosnios musulmanes.
La cantidad de matrimonios mixtos entre las diferentes etnias era enorme. Conquistar Bosnia era la joya de la corona para Milosevic. Lo que siguió fue la catástrofe.
Sarajevo, aquella deslumbrante ciudad que supo albergar lo mejor de Oriente y Occidente, fue víctima de un sitio terrorífico, algo inédito en la Europa que emergió de la Segunda Guerra Mundial. Desde los techos de los edificios, francotiradores serbios apuntaban a los civiles y sembraban el terror.
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Atrás quedaron los felices días donde la ciudad albergó los Juegos Olímpicos de Invierno. Tan solo una década antes, el lobo Vučko animaba a todos los atletas que visitaban la ciudad con motivo de la justa olímpica.
Sin embargo, el crimen más espantoso que cometió el Ejército de ocupación serbio se produjo en la ciudad de Srebrenica, ubicada al Este de Bosnia.
Allí, miles de jóvenes y adultos bosnios de confesión musulmanes fueron masacrados y enterrados en una fosa común. La Europa de Maastricht, dispuesta dejar atrás un pasado luctuoso, se reencontró con su peor pesadilla: un genocidio se volvió a producir en Europa.
La inacción de las Naciones y la estupefacción de la Comunidad internacional vieron horrorizadas cómo fallaron en prevenir una masacre en el Viejo Continente. Srebrenica se convirtió en un emblema de lo que puede llegar a ocurrir si la intolerancia y el etnonacionalismo se imponen al universalismo.
Los crímenes cometidos en Yugoslavia llevaron al Consejo de Seguridad a establecer un Tribunal dispuesto a condenar a los perpetradores. Milosevic fue condenado por no haber impedido el genocidio cometido en Srebrenica.
El genocidio de Srebrenica demuestra que, a pesar del proceso de integración, el continente europeo aún debía encontrar una solución duradera al eterno conflicto en los Balcanes, aquel que signó la primera y la última de las guerras europeas del siglo XX.





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