¿Cuál es la verdadera herencia de la globalización? ¿Es puramente económica? ¿O es más bien una cuestión de índole social? ¿Se trata de convivencia? ¿Los cambios que trajo a la vida cotidiana a nivel tecnológico, económico y social generaron una exaltación de las pasiones entre grupos opuestos? Esta lucha de intereses y demandas grupales revela una tensión de identidades cada vez más notoria, cruda y violenta, entre aquellos que luchan por sostener la tradición y conservar lo propio, y aquellos que se arriesgan al cambio porque sus intereses y reclamos no fueron atendidos. Ambas facciones, muy propias de las democracias occidentales, comparten una batería de emociones como ira, vergüenza, remordimiento, miedo e intolerancia. Estos sentimientos guían su vida y la forma en que creen que se debería llevar adelante la política. De esta manera, el conflicto deriva en la pérdida de legitimidad del Estado democrático como garante de derechos y como herramienta de transformación social, con el poder trasladándose a manos del individuo, quien impone su agenda. El presente ensayo pretende explicar cómo estos grupos heredan, en ambos casos, las consecuencias de la globalización mientras se alejan del binomio izquierda-derecha para polarizar desde nuevos ámbitos de representación e identidad.

Globalización, algo salió mal…

La globalización, dirigida por Estados Unidos con una fuerte influencia de lo que Max Weber denominó “Ética protestante”, entrañó cambios significativos en la forma de vivir y percibir el mundo y sus relaciones humanas. Estos cambios han sido rechazados por el hemisferio oriental, con algunas excepciones. Considerar la globalización como algo meramente económico es un error; según Anthony Giddens (2007), “la globalización es política, tecnológica y cultural, además de económica” (p. 7). La globalización despertó la idea de que, si bien todos estamos compartiendo todo a la vez, existe la necesidad y voluntad de ser reconocido.

El período que va desde principios de la década del ’70 hasta mediados de la década de 2000 fue testigo de una importante ola de democratización a nivel global, donde el número de países que se volcaron hacia la democracia aumentó exponencialmente. Durante este período, la democracia se consolidó como la forma de gobierno ideal para gran parte del mundo, o al menos como una aspiración. En paralelo a estos cambios de forma de gobierno, hubo un crecimiento acelerado de la interdependencia económica entre los países, lo que constituye el corazón real de la globalización.

La democracia liberal, triunfante una vez derrumbada la Unión Soviética, se presentó como un sistema que garantizaba un mínimo de respeto individual mediante el otorgamiento de derechos fundamentales. Un régimen democrático, basado en los derechos individuales, consagra la noción de igualdad ante la ley al reconocer a los ciudadanos como agentes morales capaces de ejercer su propia autonomía.

La globalización elevó la producción mundial de bienes y servicios, pero estos volúmenes productivos no beneficiaron a todos por igual. Por el contrario, generaron un aumento de la desigualdad y una mayor concentración de la riqueza. Tras la consolidación del neoliberalismo económico en la década del ’80, y después de la desaceleración de la “edad de oro del capitalismo”, caracterizada por el Estado de Bienestar y el pacto socialdemócrata, se asistió al verdadero “Fin de la Historia”, no aquella que postulaba Francis Fukuyama acerca de la democracia liberal como forma de gobierno definitiva, sino la irrevocable desterritorialidad del capital y su incuestionable perpetuidad de dominio. En este contexto, el modo de obtener ganancias de las grandes corporaciones se basó en la búsqueda de mano de obra barata en cualquier parte del mundo y en apostar en el gran casino que es el sistema financiero.

A fines del siglo pasado, se impulsó un orden mundial más abierto y totalizador, que comenzó a fallar estrepitosamente. En la década de 2000, este proceso comenzó a mostrar sus frutos: pérdida de empleo, precariedad e insatisfacción en una clase media que ha sido fundamental para toda estructura social. Las crisis financieras, como la de 2008 y la crisis del euro, por citar algunas de ellas, provocaron una marcada insolvencia para toda la Unión Europea, que condujo a fuertes recesiones, altos niveles de desempleo y caída del ingreso. Estos son solo algunos ejemplos de las consecuencias del proyecto heredado de la Ilustración. Así, la relación entre democracia y globalización comenzó a tensarse fuertemente y a generar una brecha progresivamente más evidente en las sociedades.

Política y polarización

Durante la segunda mitad del siglo XX, la política internacional se organizó básicamente dentro de la dialéctica izquierda/derecha para atender los problemas socioeconómicos; la izquierda fue en búsqueda de más igualdad, mientras que la derecha priorizó la libertad societal. No obstante, los objetivos de la izquierda han virado hacia la preocupación por contener y respaldar a las minorías, dejando atrás la lucha por la igualdad económica. La izquierda acompañó la lucha de una amplia variedad de grupos marginados, como negros, inmigrantes, refugiados, mujeres, hispanos, etc. En cambio, la derecha se ha redefinido como patriotas que buscan proteger la identidad tradicional, una identidad que a menudo está explícitamente relacionada con la raza, la religión y la libertad, vista como un instrumento de argumentación donde nadie tiene la potestad de atentar contra la forma de vida del otro.

Si nos referimos a la faceta autoritaria, en el marco occidental, el autoritarismo de izquierda fue transferido a la derecha por la implicancia que tuvo el progresismo en el primero. La derecha, por su naturaleza conservadora, está viendo la manera más democrática posible de arropar ese recurso de poder.

Los líderes políticos actuales han movilizado a sus seguidores en torno a la percepción de que la dignidad del grupo es ofendida, desprestigiada o, peor aún, ignorada. En definitiva, se sienten humillados y buscan la restitución de su dignidad. Históricamente, la violencia política se ha atribuido a los gobernantes, pero en la era de las emociones, la violencia se manifiesta tanto en la esfera pública como en la privada.

Ahora bien, ¿cuál fue el rol que han jugado ante estas cuestiones los partidos políticos, con sus ideologías a cuestas, y todo el régimen democrático? Aparentemente, los primeros no pudieron dar respuestas concretas a las demandas sociales y económicas de todo el conjunto de la sociedad y, en cuanto al sistema democrático, como consecuencia, sufrió una fractura en su capacidad de representación que permitió el ascenso de una nueva clase política, que supo capitalizar táctica y electoralmente no las demandas, sino las necesidades de manifestarse del pueblo, a través del marketing político, con el crecimiento de “minis Durán Barbas” y del rating y “likeo” de los medios masivos de comunicación y de las redes sociales, respectivamente. Estas últimas se convirtieron en principal termómetro electoral porque han logrado penetrar en la conciencia y la acción del usuario votante, ya que a muchos se les “enseñó” qué pensar y qué decir, con el fin de abaratar y agilizar los “debates” sin arenas claras de disputa.

La discusión histórica entre izquierda y derecha se vio zanjada por un avance de singular carácter emocional, que terminó por polarizar la humanidad occidental. Esta polarización es protagonizada por sentimientos que se relacionan estrechamente con la bronca, el miedo, la incertidumbre y la sensación de crisis eterna. Las fronteras que separan a la izquierda y a la derecha comienzan poco a poco a mostrar un abismo por conocer. Estamos presenciando cómo la democracia liberal, entendida por los clásicos como la convergencia de la democracia de masas y la libertad burguesa, es desafiada por formas más radicalizadas que buscan reconocimiento y visibilidad mediante un choque de identidades. La identidad ha pasado de ser un asunto personal a ser propiedad de un grupo, que a su vez se enfrenta a otro grupo de identidad. Se perciben como amenazas unos a otros, puesto que la identidad, en la matiz que sea, no es negociable, y menos aún si ni el nacionalismo ni la religión desaparecen como elementos fundamentales de la vida política.

Entonces, ¿las controversias entre izquierda y derecha habrán dado lugar a fundamentalismos que no tienen en cuenta a ninguna de esas dos como guía ideológica? Podemos ordenarnos de la siguiente manera: una facción se caracteriza por su disposición a tomar riesgos como una forma de salir de las desventajas y desigualdades en un mundo cada vez más “no future, no past”, y siente que la globalización, a pesar de sus ventajas en el orden comunicacional, en términos económicos la llevó a un lugar de insoportable incertidumbre, obteniendo además precariedad y pocas expectativas para una mayor equidad. La otra facción involucra a aquellos que defienden la tradición, la familia y temen los cambios sociales y culturales. Se resisten a que su modo de vivir sea alterado o modificado, desean volver el tiempo atrás y creen en la globalización, pero en su vertiente económica y sus bondades. En esta disyuntiva es donde radica el conflicto de identidades y representaciones entre aquellos que se aventuran a los riesgos por la defraudación padecida al mismo tiempo que creen que la destradicionalización da vía libre a la acción del espíritu, y los que buscan la permanencia de las tradiciones y de cómo han sido siempre las cosas sin importar qué o cómo, porque de lo contrario, se verán obligados a reafirmar indefinidamente su yo por culpa de los primeros.

Por suerte para ambos grupos, portadores por herencia de ideas de izquierda o de derecha, ya no existen ni el nazismo ni el comunismo como amenazas totalizadoras. Un mundo interdependiente en muchos aspectos hace imposible su materialización real. Los términos “zurdo” o “facho” sirven como un escape rápido y eficaz a la hora de proponer antagonismos, sin tener en cuenta que un individuo puede estar a favor de más derechos para las mujeres y, al mismo tiempo, de la pena de muerte. Esto es una simple demostración del cambio de época.

Tal como afirma Norberto Bobbio en Derecha e Izquierda: Razones y Significados de una Distinción Política, el binomio izquierda-derecha aún sirve para realizar un análisis de la política y sus sociedades, pero será necesario crear nuevas categorías capaces de abarcar y definir de mejor manera la vida política actual. En dicha obra, el autor describe que, a medida que nos ubicamos en el centro del espectro político, que va desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, los conceptos de búsqueda de igualdad, pero también de libertad, afloran con la voluntad de converger. Tomando esta idea de Bobbio, podría surgir una nueva forma de interpretar los mapas políticos y, simultáneamente, complejizarlos.

Conclusiones

Vivimos en una etapa de la historia que se caracteriza por la capacidad del individuo de cambiar los ejes de la política, nacional e internacional, a partir de la autodeterminación de la identidad. Los temas de agenda, que eran monopolizados por los Estados, pasaron a las manos del individuo. Nacieron nuevas posturas políticas que antagonizan, aunque compartan la misma base. Lo seguro es que son huérfanas de una globalización pensada como el gran proyecto de la modernidad, pero las consecuencias que se encuentran a la vista dan muestra de su rotundo fracaso.

Bibliografía

  • Giddens, Anthony. Un mundo desbocado. Los efectos de la globalización en nuestras vidas. Taurus, 2007.
  • Bobbio, Norberto. Derecha e izquierda: razones y significados de una distinción política. Taurus, 1995.
  • Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Gradifco, 2007.

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