Sin respuestas, sin salidas y sin acuerdos: un año después, la invasión del grupo terrorista Hamás al sur de Israel, que abrió una nueva etapa de un interminable conflicto en Medio Oriente, solo suma más bombardeos, actores involucrados, ataques y víctimas. 3 ejes para intentar comprender de dónde viene y hasta dónde podrá ir este capítulo ¿Escalada regional, tercera intifada o solución inminente?
De atrás hacia adelante y de arriba hacia abajo: octubre en Medio Oriente
De manera casi fortuita, o no tanto, varios acontecimientos relevantes para la región más caliente del mundo marcaron sus destinos en octubre. Se desprenden de estos hitos algunos hilos que permiten repensar la situación actual entre Israel y sus vecinos árabes, como también ciertos patrones para abarcar el largo conflicto por la Causa Palestina.
Claro que Hamás no eligió el 7 de octubre de 2023 porque las condiciones climáticas de esa mañana favorecieran a sus hombres planear sobre la valla que separa Gaza del territorio israelí, sino por la conmemoración del 50° aniversario de la Guerra de Yom Kipur.
Aquel conflicto comenzó, también, con un ataque sorpresa, aquella vez de parte de Egipto a Israel, con la intención de recuperar el territorio perdido en la Guerra de los Seis Días, tres años atrás. Dentro de los territorios anexados por Israel en ese conflicto se encontraban, justamente, Gaza y Cisjordania.
Otro evento significativo para octubre en Medio Oriente fue en 1981. También al sexto día, ocho años después del conflicto, el presidente egipcio Anwar Al Sadat fue asesinado por rebeldes de su ejército, convencidos por ideas extremistas islámicas.
La causa detrás del asesinato al sucesor de Gamal Abd Nasser, el presidente egipcio que impulsara el panarabismo y una revolución al nacionalizar el Canal de Suez, fue su acercamiento político a Israel luego de finalizada la batalla de octubre de 1973. Sadat se había convertido, en 1977, en el primer líder árabe que efectuara una visita oficial a Israel.
La restitución de la península del Sinaí como territorio egipcio, lograda tras los avances de la guerra y la paz posterior, requirió de un gesto por parte de Sadat: el reconocimiento oficial del Estado de Israel. Egipto, quien a través de Nasser se había erigido como líder del mundo árabe, pasaba a ser el primer país de la región en reconocer oficialmente al enemigo.
Este reconocimiento, tremendamente impopular para entre los musulmanes, terminaría sellando el destino de muerte para el presidente. Volviendo medio siglo hacia adelante, mientras hoy existen más Estados Árabes que reconocen a Israel, Hamás atacó en un momento en el que el acercamiento entre el Estado israelí y Arabia Saudita, mediado por Estados Unidos, avanzaba en términos relativamente estables.
De arriba hacia abajo fue, una vez más, un grupo terrorista quien tomó la bandera para “defender” la Causa Palestina en nombre de la religión musulmana frente al acercamiento de gobiernos oficiales. Esto se condice, también, con la modalidad proxy que han tomado los conflictos entre Israel y los países musulmanes en los últimos años, a través de grupos como Hezbollah.
Este traspaso de bandera en la lucha por la gran causa que une a los países musulmanes se entiende solo en un contexto en el que la profesión de la fe musulmana cohesiona de manera más directa sobre la población, que se identifica antes con la religión que con un nacionalismo.
La causa, una bandera traspasada
La tercerización del conflicto fue desarrollándose a partir de los Acuerdos de Oslo, en 1993. Este evento causó, además, resquemores internos en ambos bandos. Isaac Rabin, primer ministro israelí en aquella firma, fue asesinado dos años más tarde por extremistas religiosos al finalizar una manifestación de apoyo a estos acuerdos.
Asimismo, del otro lado, comenzó a horadarse el liderazgo de Yasser Arafat al frente de la OLP. Algunos sectores le recriminaron “su debilidad” frente a Israel en la firma del tratado, por lo que su poder fue debilitándose, especialmente en Gaza, donde comenzó la división política interna que derivaría en el ascenso de Hamás, tomando el poder en la Franja.
Una interna que fue, vale aclarar, fomentada por Israel para debilitar a la OLP, aunque ello significaba permitir el desarrollo del grupo terrorista que hoy combate.
Una situación que fue replicándose en otros países árabes, donde el tránsito a la normalización de las relaciones con Israel o, en todo caso, el abandono de las hostilidades directas o discursivas, abrió paso a la defensa de la causa por parte de otros actores.
Al mismo tiempo de la firma de los acuerdos, con el final de la Guerra Fría, la dinámica de las relaciones diplomáticas en la región fue totalmente alterada. Este proceso, que devino en el auge de los grupos terroristas, con Al Qaeda como protagonista, supeditó en gran parte la estabilidad de los gobiernos locales a la relación con las potencias extranjeras.
Fue el fracaso de los Acuerdos de Oslo lo que sentó las bases para el inicio de una Segunda Intifada, transcurrida entre el año 2000 y 2005. Esta tuvo como resultado la retirada de Israel de la Franja de Gaza. El retiro de Irak de la misma en 2003 marcó el último país árabe que se involucró de manera directa en la pelea. Las intervenciones e influencias externas en la región, como la invasión estadounidense en Irak o el peso ruso en Siria, inmovilizaron a los gobiernos locales.
Sería el año 2006 que confirmaría oficialmente el traspaso de la confrontación a los grupos proxy, con Hezbollah protagonizando la Guerra del Líbano. El desarrollo del siglo XXI traería el surgimiento de más grupos extremistas que denunciarán, en nombre de la Yihad, a varios gobiernos árabes en su alineamiento a potencias extranjeras, en línea con una de las premisas de Al Qaeda como referencia.
Desde inicios del siglo XXI, hasta hace pocos años con la batalla frente al ISIS, el gobierno sirio de Assad y la monarquía saudí, por ejemplo, contrarrestaron al mismo Estado Islámico o Al Qaeda, con el fuerte respaldo de Rusia y Estados Unidos, respectivamente. Otros gobiernos como la monarquía jordana, la renovada cúpula militar de Al-Sisi en Egipto y el rearmado parlamento de mayoría chií en Irak también priorizaron sus relaciones exteriores.
Esta transición diplomática, que solapó a los gobiernos con las decisiones e injerencias extranjeras, dejó la defensa discursiva y práctica frente a los avances de Israel en materia territorial en manos de Hezbollah y Hamás.
Los Acuerdos de Oslo y su cumplimiento, entonces, se vieron empañados por la espiral bélica en la que se sumergieron ambos bandos: el conservadurismo, con una creciente influencia de sectores extremistas, se adueñó del parlamento israelí con Benjamín Netanyahu a la cabeza y, en detrimento de la OLP, Hamás y otros grupos terroristas se convirtieron en la imagen de la resistencia palestina.
Rezos de la expiación
El conflicto palestino-israeli tiene una innegable connotación histórica y religiosa, pero no es su única arista, y tal vez tampoco ya la más relevante. Aun así, son responsables las facciones extremistas de mantener viva la llama, incluso en los lapsos de cierta paz que han sucedido a lo largo de la última década.
La rigidez de los dos extremos generó un problema de doble índole: los intentos diplomáticos suscitaron las críticas de los movimientos extremistas que denunciaban la debilidad de los representantes ejecutivos y, estos mismos, encauzaron la lucha en una dirección sin retorno hasta la destrucción del enemigo.
Los grupos terroristas consiguieron el apoyo secreto de diversos gobiernos, y también el financiamiento de actores externos por conveniencia, como los rebeldes del ejército sirio financiados por Estados Unidos para derrocar a Assad. Además, alcanzaron a través de algunos apoyos de las escuelas más extremas, como el salafismo y el sufismo, un enlace religioso y cultural que justificara el accionar violento en pos de la defensa del Islam.
La perversión de estas posiciones se hace visible, por ejemplo, con el takfir. Se trata de la denuncia de apostasía que, a través de esta acusación, deniega la condición de musulman de una persona por no respetar o seguir plenamente los pilares de la religión. Esta práctica fue especialmente extendida en las filas de Al Qaeda y se normalizó entre los grupos extremistas para justificar la denuncia ante posiciones dialoguistas.
Por parte de Israel, el mencionado asesinato de Isaac Rabin precedió a una tendencia casi inamovible para este siglo: el dominio total de la política israelí, bajo el ala de Netanyahu, por el partido Likud, que ha radicalizado su posición religiosa y cultural con el paso de los años.
En los últimos años, a partir de denuncias por corrupción y protestas derivadas de una polémica reforma judicial, Netanyahu y sus socios han utilizado las amenazas de los ataques terroristas para manipular la opinión pública y desviar los focos de tensión sobre su gobierno.
Por lo tanto, ambos bandos han utilizado a su favor el fervor religioso de la disputa para inclinar la balanza y justificar sus acciones. Esto trae, además, un enlace hacia otro factor fundamental: la economía de guerra, la financiación de las instituciones, ejércitos y gobiernos.
El pan que se reparte
Instituciones religiosas, gobiernos, organizaciones sin fines de lucro, bancos y fondos de inversión, todo tipo de entes nacionales y/o globales participan en el financiamiento que sostiene el conflicto. Tanto Israel como todos los actores que la confrontan reciben fondos que, a posteriori, son destinados al mantenimiento de sus ejércitos, como también Hamás como célula paramilitar es financiada en paralelo por otras entidades o personas.
Este movimiento de dinero genera, además, una cadena económica difícil de cuantificar. Tanto por el involucramiento directo o indirecto, industrias armamentísticas como la iraní, estadounidense, rusa o europeas son protagonistas del enfrentamiento bélico. La mentada comunidad internacional, además, ha purgado su pasividad ante la imposibilidad de aplicar los acuerdos o tratados de paz a través de giros.
Esto, claro, sin contabilizar aún a lo que respecta las inversiones de Israel y su erogación de gasto público en el área de defensa, siendo el país con mayor inversión militar per cápita en el mundo.
Por otra parte, en el contexto de un desempleo mayor al 75%, con el constante peligro de convivir con los bombardeos y la necesidad de sobrevivir, ¿qué opciones le quedan a un hombre gazatí que no pueda emigrar como refugiado? Poner el cuerpo en la guerra es, también, casi la única forma de intentar brindar sustento a una familia en Gaza.
Esto se suma a la posición estratégica de Israel, Gaza, Siria y Líbano entre el mar Mediterráneo y el resto de la región. Las diferentes etapas del conflicto palestino-israeli, que han incluido a los países vecinos, como sucede actualmente (y nuevamente) con Líbano, suscitaron intereses secundarios que apuntan al control territorial como a la explotación de recursos y la gestión de vías marítimas de comercio.
Existen también, por ende, intereses económicos de variada índole que impiden pensar que las intenciones detrás de la búsqueda del cese del conflicto (o su continuidad) son prioritariamente humanitarias.
¿Hasta cuándo?
A un año de comenzado, no solo es difícil visibilizar un final, tampoco lo es cuantificar el alcance del conflicto. Un involucramiento más directo de Irán generó la sensación de una guerra regional inminente que no se materializó, incluso con el asesinato confirmado de Hasan Nasrallah, máximo referente de Hezbollah.
Líbano, como campo de batalla tercerizado entre el grupo chiita junto a Irán en contra de Israel, recibe las consecuencias del conflicto, pero aún no ha hecho declaraciones oficiales de guerra. Con un ejército desfinanciado en un contexto de crisis, no existe, por ahora, posibilidad real de un involucramiento directo de Líbano como nación.
Otros países como Arabia Saudita, Egipto o Qatar (donde residen los altos rangos de Hamás) no dan señales de involucrarse más que en la mediación. Tampoco Siria, que a través de los Altos del Golán ha vivido en permanente tensión con Israel, demuestra intenciones de declarar un ataque abiertamente.
Con la escalada regional en especulaciones y diferentes mediaciones de paz que no prosperaron, hoy el escenario se asemeja más a una Intifada. Esta espiral bélica, que no alcanza hoy un estatus de alta intensidad, condensa características similares a aquellos levantamientos.
A diferencia de otros disturbios como el “Viernes de Furia”, acontecido tras el reconocimiento de Donald Trump a Jerusalem como capital del Estado de Israel, o las protestas de 2018 a 2019 en la frontera de la Franja de Gaza, este capítulo ha alcanzado una duración prolongada y una mayor atención de actores internacionales, lógicamente también por la escalada alcanzada en los bombardeos.
Lo que determinará, en ese caso, una calificación similar a esta etapa será el desarrollo de la violencia en Cisjordania, extendiendo aún más el espiral al territorio palestino. Allí, además, en ese sentido, habrá que posar la vista sobre el avance de los colonos israelíes y el crecimiento de la ocupación de tierras bajo el control de la Autoridad Nacional Palestina.
Fue apenas hace un mes que Benjamín Netanyahu brindó una rueda de prensa en la que se muestra junto a un mapa de Israel que no denota fronteras con Cisjordania, es decir, borrándola del mapa. A su vez, sí aparece Jerusalén, entendiéndose como parte del territorio israelí.
Fue bajo la autoridad de Netanyahu que las colonias de israelíes en territorios palestinos crecieron exponencialmente, germinando un nuevo problema dentro del conflicto. Y es, además, un avance que se potencia tras lo ocurrido un año atrás.
Aquí puede radicar tanto una clave para la espiralización como la para la solución, ¿terminará siendo esta una concesión de Israel o de Palestina?
En caso de que Cisjordania siga decreciendo, el estado israelí seguirá ampliando sus dominios de manera ilegal, mientras que, si Israel decide dar marcha atrás con los más recientes avances de los colonos, habrá finalizado esta etapa sin perder territorio, debilitando de gran manera a las fuerzas terroristas de Hamás y Hezbollah, comprobando además que Irán no está totalmente dispuesto a una confrontación abierta.
La primera intifada, que finalizó con los Acuerdos de Oslo, dio pie a una segunda que comenzó con el infructuoso Tratado de Camp David, una nueva reunión que analizaba las causas del fracaso de los primeros acuerdos. Luego del establecimiento de una Autoridad Palestina, aquel segundo capítulo concretó la aparición de Hamás al triunfar sobre Al-Fatah en las elecciones palestinas.
Los resultados de esta posible tercera etapa aún deberán verse, como también su extensión. Lo único claro es que la falta de respuesta política de los gobiernos árabes para su población respecto a la causa palestina, la cadena económica y las peleas territoriales exceden a la incidencia histórica y religiosa de un conflicto que carece de final.
Mientras el parlamento israelí continúe bajo la influencia de la extrema derecha, con Netanyahu planeando perpetuarse en el poder, y el deficiente liderazgo político árabe permita que los grupos armados sigan al frente de la causa, la connivencia por intereses personales e incapacidad seguirá cobrando víctimas.





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