Implosión en el Castillo 

Era sabido que con un congreso empoderado y con un aceitado poder para resolver a piacere los destinos de la presidencia, sumado a la debilidad de un candidato que accedió a segunda vuelta con menos de un 20%, y que triunfó en ella más por el rechazo a su rival que por sus propios talentos, la misión de Pedro Castillo como mandatario del Perú era una tarea particularmente complicada. En un sistema de partidos fragmentado y con el poder que alguna vez concentró fuerzas como Acción Popular y el Partido Aprista Peruano erosionado y diseminado en movimientos de diferentes grados ideológicos, la democracia que exhibe Perú posee una alarmante falta de consensos, desconfianza popular en la dirigencia y una debilidad del poder ejecutivo que explica la caída en el ostracismo de sus últimos mandatarios: tras el régimen de Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Ollanta Humala Pedro Pablo Kuczynski y Manuel Merino enfrentaron -enfrentan de hecho- procesos que han socavado su imagen al punto de caer en la cárcel, con la excepción, de momento, del ex interino Merino. 

Claro que Fujimori se encuentra también cumpliendo su pena en la cárcel al momento de escribir estas líneas y su antecesor, Alan García, se disparó en el cráneo antes de ser detenido por la policía. Martín Vizcarra tiene por delante una inhabilitación de una década para ejercer cargos públicos debido a irregularidades en el acceso suyo y de su familia a las vacunas contra el coronavirus cuando éste aún ejercía la presidencia. Y Francisco Sagasti, el último presidente antes de Castillo, logró dejar la presidencia con una imagen positiva y sin cuentas pendientes con la justicia que le especulen un futuro tras las rejas -algo que ya lo pondera por encima de los hombres anteriormente nombrados-. Pero en los comicios, el Partido Morado, movimiento que integra, no estuvo ni cerca de acceder a la lucha por la presidencia, arañando apenas algo más del 2% de los votos. 

¿Por qué Pedro Castillo sería diferente? Porque, de hecho, lo era. Castillo es el primer presidente electo por voto popular luego de la crisis social, económica, sanitaria e institucional que afrontó Perú entre 2018 y 2020. En aquel proceso,  a punto de ser vacado por el poder legislativo, a principios de marzo del primer año renunció Kuczynsk.iSsu sucesor Vizcarra atinó a construir poder pero terminó siendo eyectado por decisión del Congreso, Merino, luego, duró un suspiro en el cargo -al calor de la brutal represión policial a manifestantes, con denuncias por violación de derechos humanos incluídas- y luego el panorama decantó en los meses de Sagasti al mando. 

Pero aquí tenemos el primer elemento clave: sería simplificador creer que Castillo es una consecuencia de las protestas que pusieron patas arriba a la dirigencia política peruana y marcaron el punto más álgido de la impredecibilidad partidaria y la impunidad política. Es cierto que el declive de la clase política tradicional peruana puede explicar la dinamización de un dirigente casi desconocido, rondero y maestro rural en su camino al poder:  un rostro nuevo, de orígenes inéditos al momento de optar por un presidente, podía ser la emancipación definitiva del Perú de sus impases presidenciales y la disgregación del vínculo entre gobernantes y gobernados. Pero Castillo justamente respondió más a un desprendimiento del rechazo a la vieja dirigencia que al engrosamiento de un “hombre de pueblo” por parte de la comunidad. 

Si descendemos un poco más en este factor, encontramos una de las mayores jaquecas para la joven administración Castillo: las pistas que da de, aparentemente, carecer de una dimensión en torno a las necesidades y compromisos que requiere el poder que detenta. En la víspera de las elecciones, e incluso una vez ya como presidente electo, ensayó definiciones muy ambiguas sobre su perspectivas en la composición de su gabinete, política internacional y otras temáticas. Quizás el punto más incómodo de este (no) posicionamiento fue la entrevista con Diego Acuña, en dónde confundió el modelo económico de Singapur con el de Bolivia, en una serie de respuestas que parecían más una improvisación que una descripción de en qué se basaría su gestión.

Esto se agrava con un fortísimo traspié que padeció su gobierno al conocerse que el presidente mantenía reuniones informales en su casa en el distrito de Breña, en un accionar que burlaba los protocolos exigidos para encuentros de un mandatario. Se trataba de encuentros en una suerte de clandestinidad que obviamente abrieron la puerta para, por un lado, exigir entendiblemente un esclarecimiento del porqué de la existencia de reuniones al margen del ojo institucional y, por otro lado, fue combustible para que la oposición arroje munición gruesa sobre la figura de Castillo y eclipse la escena cuestionando la moralidad del líder peruano.

En efecto, el mandatario cayó en muy poco tiempo en una práctica que lo igualaba a la “antigua” dirigencia política. Quizá su capital político más valorado, el significar algo nuevo en un país que le dio un voto de confianza en pos de poner la mirada en los excluidos por los poderosos de siempre, se veía devaluado ante su injustificado accionar. 

La transparentización de quién visitó Breña es algo exigido por diferentes áreas del Congreso cooptadas por la oposición, y en la respuesta ante tamaña acusación, Castillo parece oscilar entre una excesiva victimización y el tropezarse con sus propios pies; en simultáneo, su imagen sufre un desgaste peligroso para el poco tiempo que llega en el cargo, y eso es reflejado por la prensa local e internacional que, por ejemplo, en los últimos días hizo eco de un 58% de desaprobación hacia su gestión que arrojó una serie de encuestas realizada por Ipsos para el medio El Comercio. 

No es solo desde la oposición desde dónde se lanzan dardos a Castillo. Con menor intensidad, desde el propio círculo del presidente las críticas no tardaron en llegar. Hay cuestiones ideológicas, como la acusación de la dirigencia de Perú Libre, partido con el que Castillo ganó los comicios, de que el mandatario se mudó de una izquierda tradicional y ortodoxa hacia una izquierda caviar. Pero también hay puntos que llaman la atención que el presidente no profundiza, como la exigencia de la democratización en la elección de representantes diplomáticos para las comunidades de peruanos viviendo en el extranjero, motivo que llevó a la comunidad de Perú Libre en Argentina a movilizarse a la embajada hace pocas semanas. ¿A quién busca satisfacer Castillo? Es difícil responder esa pregunta para el presidente, cuando pareciera que su entorno se encuentra en una constante remodelación mientras administra a un país que exige una refundación política. La cual, demomento, Castillo no parece decidido a desarrollar.

Como conclusión, comparto un poco de lo que charlé con la estudiante de ciencia política en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, Lisseth Melendez Vargas. Co-fundadora del Partido Morado -fuerza del expresidente Sagasti y parte de una oposición más “calma” a Castillo-, ella explica que una de las falencias del mandatario es haberse quedado detenido en un simbolismo, apelando constantemente a reivindicaciones de corte popular que no son llevadas a la práctica. “Se lo critica porque no está haciendo bien las cosas, se le exige que gobierne. Que diga ‘voy a llevar a cabo tal reforma, de esta manera’, y no lo hace. La segunda reforma agraria que anunció con bombos y platillos fue un saludo a la bandera… no tiene sentido, no tiene fondos”. Y suma: “Lo que pasa es que el presidente Castillo se quedó en el simbolismo. Eso le funcionó mucho en campaña. Pero no sirve de nada para gobernar, porque necesitas acciones concretas. El propio campesino dice ‘Ya, muy bonito el sombrero, pero sigo vendiendo mis productos por una miseria’. La gente de esos sectores sigue viendo que no puede salir adelante”. 

Meléndez Vargas aproxima una teoría interesante: que Perú se encuentra mutando hacia un parlamentarismo incrustado a la fuerza por un congreso que apuesta constantemente a elevar su poder por sobre el ejecutivo. Casos como el de los antecesores a Castillo grafican que para el poder legislativo hacer crujir al suelo bajo los zapatos del presidente dejó de ser una cuestión de poroteo de votos, sino más bien una cuestión de tiempo. La transformación del sistema peruano, que puede dejar secuelas irreversibles en el ya débil presidencialismo local, convive con la metamorfosis del presidente y sus ideas de país. 

Los extremos a los que llegaron con tan poco tiempo encima hacen parecer que esta contienda se resolverá en torno a si Pedro Castillo logra refundar el presidencialismo y cambiar el destino del Perú, o si será el Perú quién lo cambie a él. 

Escrito por

De Zona Sur. Estudiante de Ciencia Política en la UBA, conductor de Contra Todo Pronóstico y bebedor de café negro.

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